Había una vez una chica que no sabía que vivía en un lejano reino. Que se paseaba por los jardines del palacio, sin saber que era un palacio. Que se vestía con lujosos vestidos de seda, sin comprender el lujo. Que comía pasteles de fresas sin fresas. Y helados de limón sin gusto a limón. Cabellos dorados y bucles como resortes. Hablaba con los pájaros y las flores, sin entender que los pájaros y las flores no saben conversar sobre fútbol y política. Cantaba a capella en las orillas de su límpido río real, y dejaba que sus pies bailotearan en el agua fresca y turbulenta. Tenía un lunar sobre la boca, y no conocía a la Monroe. Le gustaban los amaneceres en el prado, porque no sabía que era dueña del prado y el sol. Era feliz. Sin saber porqué lo era. Era feliz. Porque no conocía la pena.
Cuentan que una vez el amor llamó a su puerta, con manos expertas y sin tomar en cuenta su falta de experiencia. Y se metió entre los senos debajo de la blusa. Y coloreó las pálidas mejillas de su rostro. Y besó los carnosos labios de su boca rubí. Y le acarició el oscuro centro de su sexo, hasta hacerla jadear, como solo jadeaban las plebeyas. Y le hizo el amor todas las noches. Y le enseñó de sexo hasta perder la piel en cada mano y cada escote. Hasta que las noches se volvieron días, y los días se volvieron noches.
Cuentan, también, que la princesa fue expulsada del reino. Cuentan que su amante desconocido no se dio a conocer jamás. Cuentan que ella fue condenada a la oscuridad de un convento. Pero ella no sabía lo que era un convento. Y no comprendía el significado de la palabra “puta” en la mirada de las otras. Ella no sabía. No sabía nunca nada. Hasta que alguien se preocupó por su educación. Y el palacio se volvió palacio. Y el reino se tornó lejano y añorado. Y la seda lujo. Y las fresas agua en la boca. Y el río le pareció poca cosa. Y su lunar poco casto. Y supo que puta era por aquello "asqueroso" que había hecho creyéndolo hermoso.
Lloró cuatro noches con sus amaneceres. Hasta quedarse sin llanto en las cuencas vacías. Hasta que se secaron las estrellas. Y se volvió vieja. Y se tornó fea. Y sus dorados bucles se tiñieron de gris. Y juró vengarse de todos. De todos y de cada uno. De cada uno en especial.
Se convirtió en La Muerte.
La Muerte. Esa vieja asquerosa, que quita con su guadaña las almas de los seres que esperan su hora resignados. Esa aparición repulsiva, que señala con el dedo a los que ya no tienen turno en el médico. ¿Podrías creerme que La Muerte es una niña pequeña de dorados bucles, labios carnosos y mejillas sonrosadas?, ¿podrías creerme que La Muerte es una muchacha que perdió el amor en un lejano reino?, ¿una mujer despechada?, ¿la puta de un cuento?.
Cuentan los que cuentan y nadie se atreve a desmentirlo, que esa náusea con filo de hacha sangrienta, era una dulce princesita que no sabía vivir en un lejano reino.
Te juro, es verdad.
Te juro, es sólo un cuento.
Me gustó!!
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