El apocalipsis de las onomatopeyas. Un barrio en donde todo ajá hmm seh uff nah. Un sitio que se desvive por error. Mujeres que cuidan a sus medias agujereadas, mucho más que a quienes las llevan puestas. Esa clase de sensación indefinida, que nos va condenando lentamente a permanecer como meros lectores de carteles de luces, y señalizaciones en los cruces de calles.
Aquellas sombras que alguna vez miré de refilón, y que cuando cierro los ojos, todavía encuentro pegoteadas en mis retinas. La falta de autenticidad de las gaviotas de mar, que no hacen más que parecerse a salmones voladores y viceversa. El agotamiento estresante de los relojes en cualquier aeropuerto o salida de subte, y la tentación de mostrarse como víctimas del flagelo lineal que muestran las pilas recargables de las cámaras compactas digitales japonesas. El abuso de las paciencia ajena, mediante trucos de malabarista en cada semáforo detenido. Los inmortales dolores de muelas que provocan los escondites menos transitados, de una ciudad de que se va quedando sin bocanadas de aire. La sobriedad de los estereotipos de antaño, frente a la magnificencia confabulada y poco creíble de los héroes modernos. El pan de centeno con triple fibra y semillas de toda índole, que de pan ya no tiene más que la forma de rebanada, que si la mirás desde otro ángulo, casi se parece a una línea que no lleva a nada. Las burlonas manos tejedoras, que enredan maquiavélicamente los ascensores a la hora pico del almuerzo. Los pisos de parqué, y los parques sin pasto en donde poner la mantita y retozarse un picnic como Dios manda. Las viandas de colegio que no llevan sándwiches con mayonesa. Los alfajores de veraneantes, que si son de oferta, por conjuro místico de factor desconocido no saben a olas marinas. Los acueductos y lo oleoductos, y el resto de los ductos que se llevan la porción presupuestaria más onerosa, y que nadie conoce, nadie entiende, y nadie sabe para qué. Pero las musas. Pero los colores de las mariposas que vuelan igual en plena lluvia. Pero las fábulas recitadas con esmero, y el sinfín de preguntas sin responder que sin querer me dejó mi abuelo. Pero los frasquitos que tienen mezclas extrañas adentro, o resto de remedios, o vaya a saber uno qué, y que jamás tiramos por miedo, por codicia impúdica de no burlar un maleficio, o por simple vagancia mortal y terrena como el mate y las tortas fritas que no como desde que dejé de ir a Saladillo. Pero el buzón de cartas colorado demodé, y los teléfonos públicos con moneditas que ya no usamos, en un ring de lucha libre contra el e-mail y los teléfonos celulares con sus sms que laten y bullen como trasplante coronario a vivo. Pero la propaganda belicista o anti-belicista que se mascullan los acomodadores de cine, y que darían a conocer en panfletos pseudo anónimos si el coraje les permitiera salir del anonimato de una profesión cuasi innoble, por ignorada, que los condena a señalar pasillos y butacones desvencijados en los pocos cines de barrio que quedan, y que no fueron convertidos en conventillos de religiones casi paganas, en donde pagar te va asegurando el cielo. Pero los artilugios y los subterfugios, y los refugios antibombas de los yankees. Pero las amazonas que no aman su zonas erróneas, y los pisapapeles con corazones que dicen te quiero en otro idioma, no importa cuál, porque igual lo entendés. Pero mi voz cuando no la escucho, durmiéndose la siesta de los sabios, y haciendo caso omiso a mi súplica de volvé que te esperamos. Pero los puntos suspensivos. Pero los peros.
Todo eso junto, mientras leía Rayuela en el colectivo.
Todo por tu culpa, che, vos, Cortázar.