Caminaba cerca del cordón de la vereda, mirando hacia abajo, buscando nada, perdiendo el tiempo, buceando para dentro, calmando las ansias de cruzar la calle y volverse una cifra más en las estadísticas que recuentan los suicidios en las grandes ciudades. Cerca suyo, casi tocando sus zapatos, una vieja barría empecinada, quitándole el polvo a las baldosas lastimadas por el tiempo y el recuerdo; las viejas que barren nunca explican por qué esa cara de hastío, de otra vez sopa, de domingo nublado, sólo se calzan el vestido más triste y empuñan la escoba como un fusil, y sólo te miran como si estuvieras tan lejos que no pudieran ver claramente tus facciones.
Un poco más allá, dos perros jugaban a enamorarse, pero era una de esas relaciones free, sin compromisos, a tono con la época y la histeria citadina; se mordisqueaban un poco, se alejaban después, se tocaban de nuevo, se volvían a ir, y en sus ojos excitados ni un dejo de “te extraño” y en sus lenguas babeantes ni un poquito así de “nunca te olvidé”.
Augusto metió los pies en el charco sucio y sonrió de costado. El agua barrosa le salpicó hasta el dobladillo del prolijo pantalón pinzado negro, y la vieja barredora lo miró casi con asco, con esa pena ajena que uno siente por los gatos lastimados y los chicos de la calle: pena elemental para el dolor que no nos toca del todo. Él le devolvió la mirada desafiante, y la vieja sacudió la escoba y se metió para adentro. Había recuperado su mirada infantil, su poco miedo a los pruritos, su falta de vértigo, y pensaba disfrutarlo como se merecía: pateando tachos de basura y metiendo los lustrados zapatos de yuppie en ascenso, en el medio del agua podrida de las calles de su barrio.
Había que despertar del todo, y tal vez por eso se quitó la corbata y la tiró hacia donde jugaban los cachorros su touch n’ go canino, y se quedó mirando como el que parecía bulldog la hacía hilachas contra el cemento. Su corbata: símbolo y bastión del disfraz de ganador, se convertía lentamente en un trapo, en un pedacito de tela y le causó gracia pensar en los 1200 dólares que alguna vez había gastado en ella.
Eso era todo, la corbata siempre había sido un pedacito de tela; seda italiana, sí, pero un pedacito de tela al fin de cuentas; ¿cómo alguien puede pagar por algo así, más de lo que le pagan a un jubilado?. Miró a los perros hacerla mierda y se entretuvo imaginando qué pensaría su jefe, qué le diría su madre, qué preguntaría su novia, si supieran lo que estaba haciendo en ese instante. Perros touch n’ go y preguntas imaginarias.
–Definitivamente estás loco muchacho, tenés todo para llegar lejos y estás ahí, buscando la derrota como si te gustara–diría Samuel Jobs, el vicepresidente en jefe de la corporación de nombre conocido y protegido por las leyes de copyright más estrictas; se serviría un whisky con dos cubitos de hielo (only two, always), encendería un habano (cubano, of course) y se tiraría en el sillón masajeador que mandó traer de los States, porque un político amigo le recomendó tratar bien las cervicales. Augusto se imaginó también la sonrisa bonachona, de cura campestre, bamboleándose por el lento contoneo del sillón masturbativo exclusivo para altos ejecutivos.
–Tomáte vacaciones, si eso es lo que andás necesitando, pibe, pero volvé pronto ¿sabés?, porque una vez que te vas, y cerrás la puerta, no te la abren nunca más. ¿Cómo podría explicarle a Mr. Jobs que su teoría sobre los paraísos corporativos lo tenía muy sin cuidado?. Nada menos aceptable que cerrar la puerta para Mr. Jobs, pero qué si además uno le escupía la cara o le plantaba un puñetazo en pleno rostro?, qué entonces si uno le confesaba lo poco que le importaban esos relatos pormenorizados sobre partidos de tenis ganados y perdidos por poco?, y las fiestitas en el country de no sé quién cogiéndose a no sé quién.
Augusto pensaba y la sonrisa cada vez se le hacía más grande.
Los perros hacían ruidos de perros, y él se acordó de aquella canción de Páez “tango, sexo, sexo y amor, tanto tango, tanto dolor, mi vida gira en contradicción...” y la tarareó suave para no interrumpir la pasión canina de jugar a destrozarle su bastión yuppie. Le agradó la sensación del sol pegándole en la cara y se dejó acariciar un rato por la tibieza. Hacía tanto que nadie le acariciaba la espalda; tanto, que pensarlo dolía.
Caricias, eso había que recuperarlo también; manos con pasión adolescente, besos en la frente, de pelos revueltos después del amor, de te quiero mucho y no me cuesta decirlo. Pensó en Carol y en su afectada voz nasal, discutiendo a través del celular con navegador de Internet incorporado, cuántos invitados para la próxima party en The Barbarians (neón, más neón, más vidrios
esmerilados, más neón, art decó, art noveau, todo mezclado, muy de moda muy, lo más parecido a un descenso a los infiernos en 20 minutos y sin escalas), cuántas promotoras para el evento de la productora de cine, cuántos chicos para la publicidad de pañales; cuántas veces le hubiera pegado hasta dejarla sin sentido, para hacerla reaccionar, para decirle “hola, estoy acá, te extraño mucho”.
Pensó en ella y se imaginó la pregunta –¿Me querés decir que te pasa Agus? ¿me podés explicar que fuckin’ shit te pasa Agus?– mirada de no te entiendo y nunca podría entenderte, y mientras tanto con la mano derecha el celular contra la oreja, y cuántos sillones para el living del piso en Libertador, cuántos custodios para el barrio cerrado, cuántas modelos vip para el cóctel de mañana... Se pasó la mano por la frente y la notó sudada. El sol, supuso. Ya no estaba acostumbrado al sol en la cara, a esa caricia en la espalda, a mirar la tarde sin hacer nada.
Se sentó en el cordón de la vereda y la primer carcajada brotó como si nada, y después no pudo parar de reír, y para cuando las risas se habían transformado en lágrimas se dio cuenta que no había marcha atrás, y se asustó un poco.