El teléfono celular empezó a ladrar a media madrugada, como
advirtiendo a su dueña que un intruso trataba de entrar a la casa en
forma digital. Vibraba y sonaba, moviéndose como un vigilante
electrónico, en contra de su voluntad, Mariana estiró la mano en la
penumbra para callarlo y en el trayecto encendió la lámpara que usaba
para leer en las noches. Atrapó el teléfono con la mano estirada y
antes de acercarlo, un nombre le arañó la memoria, Julián. Unas horas
antes habían tenido una pelea más por el motivo de siempre; sus celos
irracionales, su manera enferma y torcida de amar. Se despidieron
odiándose un poco más y necesitándose un poco menos. Por fin había
tenido el coraje para terminar su relación y debía sentirse feliz, no
tan desgraciada. Al separarse de él, se había sentido como si le hubiera
arrancando un pedazo del alma.
Cansada de llorar se había quedado dormida, con su pecho buscando
consuelo contra la almohada y su brazo estirado intentando calentar al
fantasma en el lado vacío de la cama.
En el décimo ladrido del teléfono estaba alerta y tan inquieta como si
estuvieran aporreando la puerta de entrada, en la pantalla electrónica
identificó el número de teléfono y sintió una navaja apuntando a su
vientre.
—Bueno, dijo su voz contraída.
Nadie le respondió del otro lado de la línea, solo se escuchaba la voz
aguardentosa de Sabina; con una canción que reconoció de inmediato, como
si fuera la marcha de los condenados, “Y morirme contigo si te matas y
matarme contigo si te mueres”. La navaja presionó contra su estómago,
clavándole apenas la punta filosa. El sonido de un vaso de cristal
contra una botella y el humo exhalado de un cigarrillo le confirmaron
sus sospechas. Está borracho y muy mal. Dios mío, pensó ella.
— ¿Estás bien, Julián? se aventuró a decir.
— No, sin ti nunca puedo estar bien, dijo una voz lastimosa de hombre.
— ¿Cuánto has bebido? le preguntó Mariana, aunque su tono de voz ya le había estimado que varias botellas.
—Lo suficiente para saber que no te merezco, le respondió con un sollozo infantil.
— ¿Qué hiciste, amor? No me digas que te has hecho daño; le preguntó al
oírlo sollozar, mientras la punta de la navaja se movió horizontalmente
allá abajo, aunque el dolor lo sintió en el pecho.
— Solo me castigué por hacerte sufrir dijo Julián, en un murmullo sin amenazas.
Con horror; recordó la primera vez que encontró en el brazo de
Julián decenas de pequeños cortes a medio cicatrizar que se había
auto-infligido al día siguiente de su primera confrontación. Había hecho
lo que toda mujer haría en su lugar, lo había abrazado y consolado,
había arrojado en el piso la indignación de sentirse celada y ofendida
sin razón, para llenarlo de besos y asegurarle entre sollozos que lo
amaba y no había nada en el mundo que pudiera inducirlo a creer lo
contrario. Si Mariana esperaba que se desplomara en sus brazos, que todo
fuera miel y dicha a partir de esa declaración de amor, esa idea murió a
los pocos instantes de sentir las manos de Julián separándola con
brusquedad.
Sus lágrimas se quedaron a medio camino de sus mejillas al ver la
mirada de furia con que la observaba. Como un camaleón que transmuta
para protegerse de los depredadores; así cambió su actitud en segundos,
sistemáticamente la hirió con el desdén de sus ademanes y una frialdad
en sus palabras que le desconocía. Negó haberse cortado por ella y le
dijo que no necesitaba un amor pintado de lástima. La arrinconó con su
ironía, la hizo pedazos atacando sus debilidades, cuando Mariana lloraba
silenciosamente, como animal herido, la abrazó con ternura, le pidió
perdón por ser un canalla y le hizo el amor como nunca se lo había
hecho. La hizo olvidar con besos los malos ratos, con los labios le secó
las lágrimas y con sus ganas pegó las grietas en sus entrañas. Cuando
abandonó su casa, la dejó más enamorada, confundida y atrapada que
nunca.
—Me prometiste que no volverías a hacerlo, le recordó con un hilo de voz.
—No puedo evitarlo, cuando siento que te estoy perdiendo, tomo lo que
sea y hago un corte por cada vez que te pido perdón, le respondió
lloroso y fundido.
—Te amo; no te dejaré solo, pero necesitas ayuda y vamos a buscarla, dijo acompañándolo en la lluvia salada.
— ¿Quién me va a sacar esta podredumbre del alma? le acotó; solo muerto se sale.
La navaja se hundió dos centímetros en los nervios hechos bola en la
cintura de Mariana, temió que Julián cometiera una estupidez mayor. Se
maldijo por haberlo dejado solo, por no ser tan fuerte como quisiera y
por la sensación de inutilidad con una línea telefónica de por medio. Lo
sintió más perdido que nunca y quiso correr hasta donde estaba Julián.
Seguramente estaría en la oficina, entre colillas de cigarro
amarillentas, con una nube de humo y destrucción sobre su cabeza. En
alguna parte de la ciudad; otra mujer estaría preguntándose también en
dónde estaba su marido o quizá, lo pensaría trabajando, honrando el voto
nupcial de llevar el pan a la casa. ¿Por qué tenía que haberse
enamorado de un hombre tan complicado y con una vida hecha?
No era su responsabilidad cuidar del camaleón tóxico y sin embargo;
se sentía culpable de su estado. ¡Maldita sea! se dijo, no soy culpable
de nada, yo no he hecho otra cosa que quererlo y eso no es para merecer
sus llamadas sorpresivas para saber dónde estoy y con quién estoy, ni
tengo por qué probarle cada cosa que le digo. Qué vergüenza que me pida
que le pase al teléfono a mis amigas para estar seguro que estoy con
ellas, como si fuera una niñita o que deba mandarle imágenes de mis
pláticas en el chat con X o Y.
¿Con qué derecho se cree para prohibirme la amistad y el trato con
tal o cual amigo? ¿Por qué le voy a soportar que me trate como una
cualquiera y sus prácticas aberrantes en la cama para castigarme por
falsos pecados?
—Ya no quiero vivir; escuchó en el celular interrumpiendo todas sus
quejas mentales y olvidándose de todo que no fuera lo inmediato.
— ¡Julián, no digas eso! le rogó Mariana.
—Querías alejarte de mí y te voy a ayudar a cumplirlo, le dijo
terminando llamada y empujando con esa frase el filo de la navaja en las
entrañas de Mariana.
Lo que siguió después fue como verse en una serie de televisión en
Off, se veía a si misma llamando repetidas veces al celular de Julián y
al teléfono de la oficina sin recibir respuesta. Desesperada;
imaginándolo en un charco de sangre, con la mirada perdida y el corazón
apagándose. Estaba tan lejos de él, tan malditamente inservible para
ayudar al hombre al que, a pesar de todo, amaba. Tomó el teléfono y
marcó a su mejor amiga y vecina de Julián.
— ¿Bueno, quién llama? le respondió la voz somnolienta y rasposa de Mónica.
— Soy yo, Mariana, necesito tu ayuda de inmediato, dijo de forma directa a su adormilada amiga.
— ¿Qué pasa, te hizo algo el estúpido de Julián?
Mónica estaba al tanto de cada detalle tortuoso de ese amorío y se
sentía culpable de haberlos presentado, de no haber podido impedir que
su mejor amiga y su vecino se enrollaran juntos. Se lo había advertido a
Mariana.
—Julián está podrido. Solo vas a recibir besos amargos y dolores en el alma.
Pero Mariana no le hizo caso, se enamoró del camaleón, creyó en sus
colores vistosos, sus galanteos, sus momentos poéticos, de sus formas
dulces y también de la vorágine sexual que se desataba entre ellos en
cada encuentro. Mónica sabía de las escenas de celos, de los maltratos
físicos y sicológicos a su amiga. Juntas habían exprimido todos los
detalles de cada pelea, habían buscado explicaciones y soluciones hasta
el amanecer, hasta quedarse sin cigarros, hasta terminar llorando juntas
y cantando con Chávela Vargas o José Alfredo Jiménez de fondo, con
café, chocolate o vino tinto como humectantes para la garganta y los
recuerdos. Estaba acostumbrada también a que Mariana la despertara a
media madrugada, para compartirle el insomnio y consolarla sobre la
última hazaña del camaleón.
—Julián se va a matar; le afirmó sin más ni más, me lo acaba de decir
en el celular. Ayer terminamos y hace una hora me llamó borracho y en
muy mal estado emocional. He tratado de ayudarlo, pero ya sabes que no
es fácil, ni tampoco coopera en nada.
—Cálmate, amiga, la consoló. Perro que ladra no muerde.
—Sabes bien que es un perro rabioso y es capaz de hacerse mucho daño si
considera en su forma enferma que con eso arregla algo, le confió con
las lágrimas corriéndole por las mejillas. Ya no sentía el dolor en el
vientre, la navaja hundida hasta el fondo le desgarraba el corazón.
— ¿Qué quieres hacer? preguntó, Mónica. ¿Le hablo a su mujer? aventuró, pensando en una salida fácil.
— ¡No, claro que no podemos hacer eso! resonó un tanto más elevada la
voz de Mariana. Ve a su oficina; sácalo de ahí, llévalo a un médico u
hospital. Si yo estuviera en la ciudad es lo que haría de inmediato.
— ¡Ay, amiga! exhaló Mónica resignada.
La hora que pasó antes de recibir la llamada de Mónica, se le hizo
eterna a una Mariana con el pecho malherido y la mente casi en coma de
tanto pensar e imaginar mil cosas. Cada vez que pensaba en llamar a su
amiga, se obligaba a detenerse y esperar un poco más, a sabiendas que en
cuanto pudiera, Mónica le regresaría la llamada. Angustiada había
encendido un cigarrillo tras otro. Dejó de llorar y las sábanas
arrugadas en sus pies eran víctimas silenciosas de sus nervios y
preocupaciones. Su celular empezó a vibrar y antes que se escuchara el
timbre contestó la llamada que más había esperado en su vida.
—Julián se cortó las venas, dijo Mónica, confirmando todos sus temores.
— ¿Está…? dijo Mariana, sin terminar la frase.
—No, llegamos a tiempo; respondió la voz del otro lado del teléfono. Va a
estar bien, lo hemos traído a una clínica de confianza. Tan pronto se
recupere, recibirá ayuda psicológica. Tranquilízate, hiciste todo lo que
estaba en tus manos y no es culpa tuya los tornillos barridos en su
cabeza.
—Mil Gracias, corazón; le expresó Mónica, soltando un largo suspiro.
Esa madrugada durmió hasta casi el mediodía, al despertar, su primer impulso fue llamar para conocer el estado de su camaleón.