Te veo caminando por un sendero amplio, las hojas de los árboles cubren el piso como una alfombra de colores ocres y rojizos que hacen juego con tu pelo, mientras pequeñas briznas de hierba, que asoman desde los canteros en un sereno verde, evocan tus ojos.
Parece que es otoño, o invierno, pero quizá sea primavera, porque la primavera te necesita para florecer y entonces te convoca para derretir el frío, para teñir los brotes, para tentar la luna y los corazones con una melodía queda, que parece volatilizarse desde algún lugar profundo en el fuego, en el agua, en el aire. Un lugar profundo en el aire. Sí, de ahí vienes. Es un lugar profundo en el aire el que te dio vida, el que soltó una chispa centellante incitando notas, creando una sinfonía nueva. De ahí vienes, pero ahora, caminas entre pájaros que sofocan un reclamo batiendo las alas; mientras las nubes de brazos vacíos te miran pasar y se van quedando, despacio absorben al viento, y mansamente, se estiran, se ensanchan, dibujan corazones para los enamorados, alas o quizá tu cabellera desordenada por la risa.
Vas como cantando, hasta que de algún lado te llega un mandato con el aire: “Modela una ola, exige las estrellas propicias, quiebra las flechas de Cupido, pasa, déjame el corazón tiritando en las rodillas”. Y miras a los lados -¿Quién eres? –preguntas y no hay respuesta y la belleza desborda del silencio.
No le des un significado tan ligero a esa angustia, no abandones el deseo sólo porque aletea herido cercano a la tierra, recuerda que en un instante el espacio se curva y de repente viajamos lado a lado, hemos perdido el significado de todo lo aprendido y la magia nos tienta a descubrir como por vez primera cada cosa.
Igual hay cosas que no se olvidan, como por ejemplo que todo viaje es terrible sin estrellas o sin alas, que vendrían siendo a estas alturas, más o menos la misma cosa. Entonces se dibuja una noche llena de constelaciones sobre tu cabeza y las alas se te llenan de perfume a luz y de rocío.
Es la caricia de los dioses la que te sostiene en el aire, o tu intento (ambas sabemos que el corazón te guía). Suavemente te elevas, como dormida, como soñando. Guiñas un ojo y floreces en el viento que hace caer el telón. Ya nada conserva su máscara y el universo se muestra pleno como es. No sé qué eres. Transfórmate si quieres, crece libremente, sospecha, coincide (la medida de esta distancia cabe en tu mano, o en la mía), ábrete como una flor, madura, choca tu átomos con los míos tímidamente cerca del pecho, rózame el corazón.
Tan amable tú, pero dónde, de quién, de quién el silencio que transcurre sin cifras pero se demora por momentos en tus labios como un misterio, como un cisne.
Y va oscureciendo en esa vereda amplia por la que caminas (o vuelas) mientras resplandeces al final de una sonrisa.
Ahora el silencio es trino, como en los crepúsculos de verano, donde un cielo interior se cubre de aroma a flores y se aclara el aire (deben ser las alas o las estrellas, que lo agitan todo), y giras como un mundo y levemente te inclinas, no sin vértigo, no sin muerte. Eres una hendidura en el muro, hasta que otra vez te haces mundo, o acaso flor, o pájaro, que ya vivió todos los universos y rasga la seda de la tarde con su mirada.
¡Ordena las estrellas al revés y que caiga la noche! No olvides que las estaciones del año son un secreto que va y viene oculto en el fuego, en el agua, en un lugar profundo en el aire. Sí, de ahí vienes... Íntima sonrisa, tibio rocío, estremecida ola, incendiado silencio.
Sonrójate, este sentimiento no parece revocable.
Melima Rainbow
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