martes, 7 de agosto de 2012
La aventura tiene misteriosas maneras de presentarse en la vida.
La aventura tiene misteriosas maneras de presentarse en la vida. A veces quien empieza siendo tu amiga, se convierte en algo más. Por meses coincidimos en aquel mundo virtual, en donde las esencias se conocen primero que las caras. Mi esencia seductora era imán común para que las mujeres se me acercaran y me diera el lujo de coquetear con todas, sin escoger a una sola. Con ella sucedió parecido, empezamos siendo conocidos virtuales, luego amigos y finalmente el coqueteo empezó de manera natural. Nunca sabré si se acercó a mí con algún escondido propósito y su candidez era solo una manera de acercarse sin despertar sospechas o en verdad no imaginaba que la amistad pudiera brincar a algo más, el caso es que sucedió. De una interface de mensajes privados, pasamos a otra más directa y personal, nuestros pensamientos eran más libres, podían darse el lujo de incendiar las pantallas y humedecer nuestros cuerpos. Pasamos del MSN al celular, ya no bastaban las palabras, era necesaria la voz baja, el jadeo en el momento exacto y los gemidos en el momento final. ¡Oh si! Nos hicimos el amor de todas las formas virtuales posibles; el trabajo, la escuela o la hora no eran impedimento, sino condimento. Aún recuerdo su imagen en la pequeña pantalla, una mano acariciando sus ganas y la otra colgada al teléfono escuchando mi voz que le pintaba el escenario completo y la llevaba al éxtasis palabra a palabra. Recuerdo sus quedos gemidos que hacían circular mi sangre a mil por hora y la amontonaban embravecida en la misma parte hasta encontrar su desahogo. Fueron meses de mutua exploración y auto conocimiento. Fueron tiempos que fueron cimentando la necesidad de llevarlo más lejos. La oportunidad surgió por casualidad o fue creada por ella, un congreso lejos de casa, varios días fuera de la rutina y del radar de sus padres. Me invitó a verla en la ciudad donde sería el congreso, con la esperanza que dijera que si y la traicionera probabilidad, casi certeza, que dijera: “no puedo”.
Estoy seguro se llevó una gran sorpresa cuando escuchó mi respuesta y los días se le fueron rapidísimo entre dudando que fuera cierto y pensando que era una locura y podía enfrentarse con un psicópata. Para mí fue sencillo tomarme unos días de asueto. Ya decidido solo fue cuestión de reservar el avión y el hotel días antes y hacer la maleta una hora antes de partir a mi gran estilo. La adrenalina de la aventura me recorría, por fin nos veríamos las caras…y quizá algo más. Mi naturaleza despreocupada siempre me ha sacado adelante de cualquier situación, me ha ganado la confianza de alguien nuevo y ha facilitado que todo lo que pase se dé con naturalidad encubierta. Sé que el espacio es muy importante cuando estás cerca de alguien que no te conoce y que teme le saltes encima. Así que esa era la estrategia, naturalidad, espacio y despreocupación. Que sucediera lo que nos tuviera que suceder.
Ese día memorable, llegué al lobby de su hotel y marqué directo al cuarto que compartía con otras compañeras de la escuela. Oí su vocecita, casi quebrada: “suba, aquí lo espero”. Tomé nota mental “hay que quitarle ese usted”. Subí con pasos lentos y decididos, dándole tiempo a prepararse para el momento. Toqué la puerta y al abrirse sonreí con mi mejor sonrisa, diciendo: “ya ves, vine y no soy un psicópata” y sin darle tiempo le planté un beso en la mejilla. Me invitó a pasar en lo que terminaba de arreglar unas cosas y empezamos una interminable charla de días que solo interrumpíamos para hacer otras cosas igual de interesantes y placenteras.
La primera tarde nos fuimos a recorrer la ciudad, nueva para ambos y terreno neutral. Caminamos por plazas y calles desconocidas como nosotros, reconociéndonos en la voz, lo que antes éramos solo en letras en un monitor. La noche nos fue alcanzando, como cómplice de los avances de mis labios. Sentados en una banca, platicando distraídamente, mis labios empezaron a besar su mano, pasando al brazo y aguardando algún signo sutil de rechazo. La risa coqueta y la mirada saltarina fueron indirectas de un camino por el momento despejado. Jugueteé en su hombro con mi aliento, hasta besar el nacimiento de sus mejillas donde se unen con las orejas y el cuello. Siempre hablando, distrayendo la mente y sensibilizando el cuerpo. Mi mano sosteniendo firme la suya era el lazo del que podía jalarla por entero directo a mis labios cuando llegara el momento; y llegó, así como llega el fresco de la noche, de manera natural, en silencio, una mirada contra la otra, los labios increíblemente cerca y nos besamos, por primera vez. Fue un beso tierno, de bienvenida al sabor de sus labios y al calor de los míos. De varios besos tiernos surgieron otros ya menos tiernos, un poco más urgentes. Quisiera decir que nos hicimos el Amor ahí mismo, pero estábamos en un centro comercial con mucho público y poco espacio, tuvimos que esperar esos largos minutos de regreso al hotel, de regreso a las ansias fertilizadas en la distancia para arrancarnos la ropa con manos febriles, besos intensos y caricias rapaces. Nos olvidamos del “usted” y nos concentramos en el nosotros.
Su piel era joven y tibia, una invitación a recorrerla con los labios entreabiertos y las manos al descubierto, explorándolo todo, tanteando el terreno y conquistándolo gemido a gemido. La besé de los labios al bajo vientre, chupando donde era una necesidad mutua chupar y acariciando donde era un gusto arrastrar las yemas de los dedos. Jugueteé con los huesitos de su cadera y deslicé mis besos, como no queriendo un poco más abajo, donde aún quedaba un poco de tela resguardando su piel más bella. Como boca de conejo silvestre, mi boca y bigote fueron besando su tersa piel, sus ojos cerrados, sus dedos enredados en mi cabello negro, como deteniendo el tiempo. Un jadeo por aquí, un gemido alargado más allá y por fin su fruta dulce apareciendo a unos centímetros de mí.
Mi pantalón fue testigo que habría querido encajarle los dientes y todas mis ganas en ese instante, pero apreté su cadera con mis manos y me dediqué a seducirla con mis besos más suaves y tiernos, como se hace, cuando se quiere abrir las puertas del cielo. Lamí con delicadeza cada centímetro de piel, saboreando las gotas de miel que se colaban por debajo de sus puertas. Chupé cada pliegue, cada parte visible hasta llegar a las escondidas. Mis esfuerzos se vieron recompensados, las puertas de cielo se abrieron ante la inevitabilidad de mi lengua, que entró victoriosa, separando la piel y bebiendo el néctar de la gloria eterna. Su sabor era embriagante, me perdía los sentidos y me azuzaba las ganas, llamé de refuerzos a mis dedos, que llegaron prestos a apoyar en la tarea. Encontraron pronto en que entretenerse, tratando de devolver el agua a su fuente, jalándola hacia dentro, intentando tapar el rompimiento de una presa. ¿Pero qué pueden hacer un par de dedos ante la inevitabilidad del agua? si cada movimiento suyo duplicaba el líquido. Se adentraron intentando encontrar su origen y se rindieron ante el placentero calor que emanaba en sus paredes. Dejé mis dedos acariciándola profunda e intensamente y mi boca viajó hacia arriba a llevar su sabor secreto a sus labios. Nos besamos de nuevo, con ese beso amante y perverso que renueva las ansias y que sella un pacto tácito de placeres carnales sin recato o tregua.
Sus manos delgadas y ahora nada tímidas me habían acariciado el pelo en la cabeza y el pecho, y ahora lo buscaban más abajo, ahí, donde mis ganas pulsaban inquietas, esperando la atención de sus dedos. Me encontraron presto, vigoroso y desafiante. Sus yemas se regocijaron al recorrer su verticalidad, al palpar su deseo y constatar orgullosa su efecto. Me exploraron por encima de la tela del bóxer y se colaron por debajo de ella para ahorcarlo dulcemente con todos sus dedos, oprimiéndolo, desafiándolo a seguir turgente. Mis propia mano sintió el latigazo de placer que me recorrió en instantes y correspondió tallándola por fuera más intenso y enganchando a la vez mis dedos a su zona interna y rugosa, generadora incansable de gemidos. Su mano se aferró a mi hombría justo cuando la tormenta se desencadenó en su interior, una estampida de exquisitos espasmos y gemidos. Su cuerpo estrangulando mis dedos.
Más que roto el hielo, las ropas regadas y la pasión levemente saciada, la sentí bajar por mi pecho, rozando los vellos con sus labios tiernos, aferrada a mi cintura. Supe, como sabe la hormiga que la lluvia se acerca, que su boca haría la noche perfecta. Sentí un estremecimiento en todo el cuerpo cuando su boca mojó la tela de mi bóxer y su aliento quemó la piel de mis ganas. Mordisqueó por encima de la tela, se metió en la boca parte del bóxer y jugó a chuparme los jadeos, y cuando se sintió embriagada de poder, retiró la tela para prender los motores de un avión al cielo. Sentí su lengua suave, exquisita, saboreándome, haciéndome la textura chiquita y creciéndome los deseos. Me recorrió a lo largo, me paladeó a lo ancho y finalmente atacó con ternura mis vigores, los apapachó en su boca, los degustó con fruición y si la hubiera dejado, habría explotado de felicidad entre sus labios.
Con cariño nuevo la levanté por debajo de los hombros y la llevé al alcance de mis labios, la besé para sellar de nuevo el pacto y sin dejar de besarla recorrimos la distancia hasta la cama. Al topar con el colchón la deposité suavemente en una esquina y me apresté a conquistar sus secretos con mi carne. La vi casi levitando en la cama que decidí tomarla con la más infinita ternura, como se toma por primera vez lo que se nos regala. Entré en ella suave, solo un poco, y me incliné paralelo para besar sus labios. Vi sus ojitos rasgados entrecerrados, sus pechos subiendo y bajando y la besé con los labios entreabiertos, mi lengua acariciando sus labios y entrando en su boca lentamente en sincronía con mi turgencia que la penetraba lentamente, hasta el fondo, un gemido escapó de su garganta, abriéndole de golpe los ojos, yo me quedé quieto, dejando que sintiera mi pulso vibrando en sus paredes.
Después de meses ahí estábamos conectados tan íntimamente como antes lo lograron las letras. Empecé a moverme lentamente en su cueva, viéndola a los ojos, entrando y saliendo solo un tanto, dejando que su fuente mojara mi piel y ésta se deslizara cada vez más fácilmente, adaptándose a los confines de su cuerpo, estirando, rozando, tallando y amándola una, dos, tres veces y a cambiar el ritmo, el ángulo o las caricias de la cintura para arriba.
Nos besábamos y nos embestíamos, nos tomábamos mutuamente, yo penetraba con fuerza, ella me apretaba demente. La levanté en vilo con facilidad, sosteniéndola con solo mi carne, mientras sus piernas se aferraban a mi cadera y sus brazos a mi cuello. Con las manos sostuve sus piernas para levantarla y dejarla caer sobre mí una y otra vez como si jugáramos al balero. La sentía tan frágil y ligera, que el placer de pegarla a mi pecho mientras la embestía con enjundia me ponía al borde del abismo. Le susurré su nombre, arrastrándolo hasta su oído, y la llevé tan lejos como mis fuerzas me lo permitieron.
Abrazada a mí, la separé y me retiré de su cuerpo. La insté a darme la espada y la incliné para que sus manos se apoyaran en la cama, y así, la tomé de nuevo, esta vez sin ternura, dejándome ir hasta el fondo sin miramiento ni cordura. La así de la cadera a dos garras, dejándola ir casi hasta que se rompiera nuestra conexión, para luego jalarla hacia mí y hundirle mi incandescente daga. La escuché gemir, la sentí estremecerse y mis sentidos se concentraron en poseerla profunda y desquiciadamente. El sonido de mi carne entrando y saliendo en la suya torturaba mi resistencia, la vista de su espalda arqueada y sus montes aplastándose con mis muslos en cada embate arrancaban sudor de mi frente y gruñidos de mi garganta. Le espeté con la respiración entrecortada cuanto estaba disfrutando, le confesé que ansiaba ese momento la primera vez que le hice el Amor remotamente, le dije que era un regalo del Cielo y la criatura más dulce y exquisita sobre la tierra. La llevé con mis palabras y el ritmo de mi carne al punto sin retorno, sentí sus contracciones, vi sus manos arrugando las sábanas, la oí gritar como las tenistas al contestar un saque difícil y sentí mi carne prepararse para perderse en el limbo en pocos instantes. Era la recta final, así que se lo di duro, con todo el coraje de la carne y la suavidad del respeto a su feminidad y pureza. El ritmo era intenso, entraba y salía, veía mi carne hundirse salvaje entre sus montes, para luego salir húmeda y desafiante, lista para horadar de nuevo su cueva. Nos acercamos peligrosamente al éxtasis, la sentí apretarse contra mí tallarse en mi monte para sentirme más dentro, empujé, gemí, apreté y cuando sentí su caliente humedad explotando alrededor de mi miembro, me solté en un delicioso grito, en un bombeo agonizante que le extendió su placer y coronó el mío. Por fin, habíamos cumplido una fantasía, y nos encontramos abrazados y cansados en la cama. Sonrientes, desvergonzados de la desnudez y con el brillo en la mirada. Miles de kilómetros, miles de palabras se convirtieron en agua en esa cama.
Lo volvimos a hacer más noche y en la madrugada, con nuevas caricias y otras posiciones. Dormitando abrazados, su espalda pegada a mi pecho, mis ganas dormidas rozando sus montes desnudos y ligeramente carmesí de una que otra palmada. Hubo otros días, hubo otras experiencias y al final un hasta luego sellado con una ardiente despedida.
Renko
http://arkrenko.tumblr.com/
Ensayo sobre lo profundamente humano*
*Cuento ganador del XXIV Concurso Literario Nacional Magdalena Mondragón .
Hay dos formas de ver la vida:
una es creer que no existen milagros,
la otra es creer que todo es un milagro.
Albert Einstein
I
En una ciudad cualquiera, en una avenida cualquiera, en un bar cualquiera, Nina y el Doctor Martin comparten un par de cervezas. No nos llama particularmente la atención: hay otros tantos individuos haciendo exactamente lo mismo; no obstante, esta peculiar pareja de un maestro y su alumna podrían ser sujetos de un experimento social del cual, sin saberlo ellos ni quererlo nosotros, es imposible sustraerse.
Sucede que así, sentados juntos después de cerca de un año de no verse, los ha encontrado la casualidad. Casualmente, el Doctor Martin está de visita en esta ciudad, como lo ha estado frecuentemente en otras desde hace más de 20 años. Casualmente, su vieja alumna de la facultad, que ahora da sus primeros pasos como maestra, se enteró de su visita y se ofreció a servirle de compañía durante su estancia. Casualmente, la primera clase del profesor invitado terminó bastante tarde, y fieles al espíritu bohemio que a veces acompaña a los académicos, aquel bar todavía abierto les extendió una silenciosa e inescapable invitación. Casualmente, la cerveza estaba buenísima. Casualmente, la plática les resultaba a ambos deliciosa. Casualmente, es bueno reencontrarse de vez en cuando.
En virtud de la naturaleza experimental de este encuentro, sería una afrenta dejarle todo a la casualidad. Aristóteles no nos dejará mentir. Salvo Dios, todo es efecto de una causa. Ocurrió pues que la pierna de Nina rozó la de su entrañable mentor, quien sentado a su lado sintió algo moverse en su interior. Nina retiró la pierna con la sorpresa que le provoca a un niño tocar por primera vez un gato, pero lo disimuló porque, hemos dicho, la plática era deliciosa y no ameritaba interrumpirla por un descuido así. Aquél algo que se movió en el Doctor Martin, respondió al instante ante este alejamiento, y le provocó estirar la mano para, gentilmente, regresar la pierna de Nina a la posición en la que la cercanía ofrecía a ambos un cierto grado de certeza.
Salieron del bar un rato más tarde, con la nota jovial y reconfortante que proporciona el alcohol cuando en justa medida se comparte. Caminaron tomados de la mano un rato, y sus pies los llevaron alegremente a la pequeña habitación de aquel hotel de medio pelo en el que la universidad había hospedado al Profesor. Intercambiaron un par de frases y posteriormente, otros intercambios más amables, pero infinitamente menos casuales que las circunstancias de su encuentro, tuvieron lugar.
Tendida boca arriba sobre la cama, Nina no para de reír. El Doctor Martin, quien la mira a su lado, extiende la mano para acariciarle la cara. Ella le devuelve la caricia y le sonríe; luego se levanta y se acomoda la cabellera alborotada. Se dispone a marcharse. Él la acompaña de vuelta a su auto. Se dicen adiós, aunque saben que se verán al día siguiente.
En efecto, al día siguiente se vuelven a ver. El afamado profesor dicta su cátedra como tantas otras veces, y como tantas otras Nina lo escucha con interés, lo cuestiona de vez en vez, toma notas y presta toda su atención. El Doctor Martin termina su clase y se despide de Nina, como muchas veces antes. Él se va a atender los compromisos propios de un académico invitado, y Nina sencillamente se da la vuelta y vuelve a su cubículo.
Aristóteles insiste en las causas. Sin embargo, cabría preguntarse: ¿Por qué un movimiento, casi infantil e involuntario, de la pierna de Nina, desencadenó todo aquello?
II
Sentada frente a su computadora, Nina se hace muchas preguntas. No se trata de las preguntas filosóficas de todos los días, se dice ella, sino de la vida. Sencillamente no puede evitar resentir el aire de aquí-no-pasó-nada-sigamos-como-si-nada, cuando ella, apelando a la razón, que es lo único que le queda, hace su mejor esfuerzo para poner buena cara y fingir que no se siente mareada, atormentada, culpable y hasta malvada.
Mareada, claro, porque todo fue tan repentino. No es posible que algo tan inocente como un roce casual provoque todo aquello. Atormentada porque, desde luego, se siente sólo como subtexto. Culpable porque tal vez sí fue culpa suya. ¿No se le atribuyen todos los males al pecado original provocado con alevosía y ventaja por las mujeres? Malvada, porque sí: lo disfrutó, y sería imposible exigirle que no lo hiciera.
Nina hace esto y aquello y se marcha. Está molesta. Se siente estúpida. Y está convencida de que su estupidez radica no en el hecho mismo de haberse rendido a las insinuaciones de su profesor. Después de todo, él se rindió a las suyas. Su estupidez la encuentra en un profundo sentimiento de que a él le da exactamente lo mismo.
Lo que Nina insiste en ignorar es que dos personas, ante un mismo hecho concreto, siempre se enfrentarán a los límites de la interpretación, límites que, sobra decir, no siempre son compartidos.
III
La definición más sencilla de subtexto, según distintos medios en los que podemos consultarla, es que se trata del contenido de un texto que no está explicito, y que sin embargo se da por entendido. La vida diaria está llena de subtextos: cuando Nina pide a sus alumnos “la reseña del libro”, no sólo da por supuesto que saben qué reseña y qué libro, sino también que saben cuántas cuartillas, el formato del escrito y el peso que dicho encargo tiene sobre su nota final. Asimismo, cuando Nina se sienta frente a la televisión a ver por enésima vez Casablanca, ella sabe que se trata de un filme sobre la Segunda Guerra, sabe que es una historia de amor y sabe que, invariablemente, necesitará un pañuelo antes de que termine.
Lo que Nina no sabe es cómo ser subtexto.
Podemos entenderlo así. El español hace una cómoda diferenciación entre ser y estar. Se puede ser una mujer, y se puede al mismo tiempo estar frente al televisor. Se puede ser una mujer y estar en un bar con un antiguo maestro. Se puede ser una mujer y estar rozándole la pierna. Pero en ningún caso esos estados modifican su ser.
Cuando alguien se convierte en subtexto, altera todo su ser. Su existencia misma se trastoca, porque ya no está en función de sí mismo, de las cosas que lo definen, sino que se hace dependiente de un texto más general, en cuyo seno encuentra acomodo y ajuste, dimensiona su sentido y le da un carácter casi ajeno a su ser. Una persona que es subtexto, desaparece entre las líneas de una realidad que ella misma ayudó a construir.
IV
El Doctor Martin ha regresado a la habitación en donde apenas hace un par de días enredaba sus brazos en torno a las caderas de su antigua discípula. No puede admitir que fuera su favorita: tantos alumnos pueblan las aulas de vez en vez, que sería ridículo admitir que en veintitantos años no ha habido otros con tanto más talento y hasta incluso más encanto. Sin embargo, Nina le provocaba un poco más. Si bien la mantenía como una lejana fantasía, la circunstancia de su encuentro materializó una realidad particular que, en esencia, fue lo que fue.
El Doctor Martin, que hace su mejor esfuerzo por ser terriblemente kantiano, entiende que aquello fue lo que fue. En esencia, fue un momento en el que él y Nina experimentaron, disfrutaron y hasta allí. No hay motivo alguno para buscar algo más allá. En esencia, al margen de ese momento, Nina seguirá siendo su amiga y su alumna.
Y pese a ello, el Doctor Martin está molesto. Le remuerde la conciencia. Pasó lo que pasó y punto, ¿no es cierto?
No es cierto. Pero eso lo ignora el Doctor Martin, quién después de su última clase como profesor visitante, se ha encontrado de nuevo con Nina. Tras un fuerte intercambio de opiniones, está de vuelta en su cuarto, dispuesto a pasar la noche pensando un poco menos en lo sucedido, antes de subirse a un avión y retornar a la comodidad de su vida.
V
—¿Qué piensas de todo esto? Es decir, y haciendo un esfuerzo para evitar el dramatismo, ¿qué piensas que pasó el otro día?— pregunta Nina. Su mentor sencillamente la mira a través del vapor de una taza de café que huele delicioso.
—También he estado tratando de buscar una explicación, — le responde, suponiendo que esto dará pie al drama que su alumna pretende evitar, — tal vez fue un total error, una total falta de ética como profesor, un abuso de mi parte, — da un trago al café mientras la mira fruncir el entrecejo en un adorable gesto rayano en la duda, — o tal vez sólo fue un momento muy bonito e intenso —.
—O sea que para ti fue lo que fue —, responde ella, con un dejo de rencor en la voz.
—Bueno, Nina —, razona el Doctor Martin —, no podemos negar que ambos estuvimos de acuerdo y que hasta inconscientemente dimos pauta para que sucediera —.
Nina arquea una ceja, gesto que irremediablemente indica desaprobación.
—Sin embargo no han inventado condones para no querer a alguien cuando te toma de la mano — ironiza ella.
—No entiendo — le responde un ya molesto Doctor Martin, — ¿qué es lo que quieres? —.
—Quiero entender por qué, porque no puedo entender por qué queriéndote tanto, y queriéndome como me quiero, acabamos así —.
— ¿”Acabamos”? es un tanto pesimista —. El Doctor Martin la mira levantarse de la silla, — espero seguir siendo tu amigo, y tu mentor— aventura él mientras la mira partir.
La única cosa peor que ser subtexto, es enfrentarse a la persona con quien hemos creado el texto que nos da sentido, y verse totalmente incapacitado para poner en palabras lo que nos sucede. Nina se rinde al intento, por eso se levanta y se marcha. El Doctor Martin, que por momentos se siente sumergido en el universo kafkiano del absurdo, la deja marcharse a su pesar.
VI
Hay un acto profundamente humano que ocurre cuando dos personas se entregan al acto físico del amor. Su humanidad radica en el hecho de que algo ocurre dentro de nosotros, nos mueve y nos conmueve, y provoca que nos falten las palabras. Más correctamente: provoca que el lenguaje de las cosas no nos alcance para explicar atinadamente lo que nos está pasando, y por la misma causa, sólo hacer el intento de explicarlo lo pervierte, lo tergiversa, lo llena de insignificancia.
Para Nina, el acto del amor implica conocer al otro. Sentir las manos del otro recorriéndole la piel, escuchar la respiración acelerada y el latir agitado de su corazón, ver el cuerpo ajeno posicionarse sobre el propio, degustar el sabor de otra boca, oler un perfume inconfundible que invariablemente le deja una marca en la piel.
Para el Doctor Martin, el acto del amor implica entender al otro. Cuando Nina acercó la cara hacia la suya, ya no hubo duda alguna en su cabeza de lo que estaba a punto de ocurrir. En el momento en que la sintió colgada de su cuello, arrancándole la ropa, le quedó claro que esa mujer no era para nada la muchacha ingenua que había conocido hacía años. Instantes después de levantarla en vilo, con la fuerza de un toro, y apretarse contra ella, supo que necesariamente tenía que ser suya.
Mientras yacen acostados en la cama, uno junto de la otra, aquel acto profundamente humano permanece intacto. Sólo durante esos breves instantes, su limpieza, su pureza, su humanidad, se mantienen ajenos al reino de los hombres, que habita en las palabras. Cuando Nina y el Doctor Martin, cada uno por su cuenta, en soledad, se tratan de explicar lo sucedido, el hecho en sí se esfuma, se convierte en un mar de palabras que no alcanzan a definir su esencia. Pierde toda simpleza y, naturalmente, se complejiza.
VII
El malestar del Doctor Martin se debe a su empeño de pensar que ha ejercido su voluntad, y el resultado ha sido catastrófico. Fue su voluntad, porque su mano no se movió por sí misma: a él le apeteció sentir la pierna de Nina junto a la suya. El resultado se le antoja catastrófico porque no puede evitar atribuirlo más que a una debilidad de carácter.
Entendamos al Doctor Martin. Lo bueno y lo malo son adjetivos ajenos a todo excepto a la acción humana. El hecho de acostarse con Nina no es por sí mismo ni bueno ni malo; su cualidad moral se encuentra en quien ha realizado el acto, en quien ejerciendo su libre voluntad decide actuar. Si la voluntad se rinde a los sentidos, nuestros actos dejan de ser libres y por tanto, presas de ellos, nos entregamos a la maldad.
Si el Doctor Martin no la hubiera encontrado particularmente guapa, particularmente atractiva, particularmente dispuesta, su voluntad se habría mantenido imperturbable. Habría actuado con sensatez y no la habría tomado de la mano. Habría sabido, al menos, cuándo detenerse.
El malestar del Doctor Martin viene de la certidumbre de que alguien como él tendría que haber sabido que todo esto pasaría, a partir del hecho concreto de acostarse con Nina. Lo que no imagina el Doctor Martin es que mientras su alma se atormenta, Nina, que es cuerpo y alma, no lo juzga a él, sino a la certeza de que ambos fueron protagonistas, capaces por partes iguales, de sentirlo con la misma intensidad.
VIII
La comprensión es el único milagro que atestiguamos todos los días, y sin embargo nos resistimos a participar de él justo cuando es fundamental para mantenernos encarrilados en nuestras vidas.
Es milagroso, pues, que cuando la pierna de Nina rozó al Doctor Martin, la reacción de este y el reacomodo de sus cuerpos dijera algo a ambos. Hemos dicho que les dio certeza, si bien ni siquiera ellos podrían decir certeza de qué. Es también un milagro que al tomarse de la mano compartieran el mismo horizonte de sentido: ser dos personas profundamente compenetradas, fundamentalmente atraídas.
Cuando nos resistimos a participar de su misterio, la comprensión se nos escapa. Por eso, cuando el Doctor Martin pregunta “¿Qué es lo que quieres?”, entiende una cosa muy distinta, ajena a la preocupación de Nina. Y cuando ésta estalla con un “acabamos así”, la molestia del profesor acaba por aniquilar toda posibilidad de comprensión, toda esperanza de comunión de sentido.
La racionalidad que el Doctor Martin quiere encontrar en Nina va más o menos así. A es B, o A no es B. Esto da fundamento a la sociedad tanto como a la ciencia. Si un hombre y una mujer concurren en la situación de Nina y el Doctor Martin, lógicamente son o no son. No sólo lógicamente, sino también socialmente. Son novios o no lo son. Son amantes o no lo son. Son matrimonio o no lo son. No hay una tercera opción lógicamente viable ni socialmente posible. Por eso es evidente que cuando el profesor pregunta “¿Qué es lo que quieres?”, espera el drama que exige la definición. La situación debería, lógicamente, tener un sentido, una finalidad.
En cambio, la racionalidad que Nina adivina en su antiguo maestro está más bien ligada a la apreciación del momento singular, en el contexto más general del respeto que, supone ella, le tiene él. Cuando el Doctor Martin admite que todo fue un error, Nina ve derrumbarse toda su dignidad (pareciera que ella estuvo allí, haciéndole el amor, pero no que ella era en ese momento singular), ve exterminada toda la posibilidad de que su maestro la conozca. Nina es entonces subtexto, ligado al hecho concreto de que se fue a la cama con su mentor.
IX
Llueve a cántaros. Desde la ventana de su cubículo, Nina observa las gruesas gotas de lluvia y el recuerdo del agua helada sobre su piel la estremece. Pese al hecho singular de haberse acostado con él, el Doctor Martin es su maestro. Es un gran amigo. Es alguien a quien ella quiere tener en su vida. Mira el reloj. Poco antes de las ocho de la noche se lanza a la calle. Sabe que, dentro de poco, el Doctor Martin se habrá marchado, y a menos que algo ocurra, ella sabe que será para siempre.
Llueve a cántaros. Desde la ventana de su habitación, el Doctor Martin mira la lluvia y comprende que algo decisivo ha pasado entre él y su entrañable alumna. Poco después de las ocho de la noche, Nina toca a su puerta.
Desde su más profundo deseo de entender a esa mujer, el Doctor Martin le dice: “Mereces un hombre que te quiera, te cuide, te comprenda y te apoye. No puedo partirme en mil pedazos”.
Desde su más intenso deseo de ser conocida por su maestro, Nina responde: “Lo entiendo. Y a pesar de que te habla una mujer un poquito enamorada, nunca te he pedido ni te pediría nada por el estilo”.
Determinar si la teoría explica la vida, o si la vida se ajusta a la teoría con éxito, es tremendamente difícil. Esto lo saben Nina y el Doctor Martin. En ello se les va la vida misma. Lo que es innegable es que el punto de vista de la gente, sea este desesperadamente aristotélico como Nina, o terriblemente kantiano como el Doctor Martin, acaba por desvelar la verdad. Y aunque paradójico, la desocultación tiene lugar sólo en la sinceridad del lenguaje.
Sólo adentrándonos en el intercambio de pensamientos somos capaces de superar a la teoría y vivir la vida.
X
En una ciudad cualquiera, en una avenida cualquiera, en un bar cualquiera, Nina y el Doctor Martin comparten un par de cervezas. Como burlándose, Nietzsche atestigua el eterno retorno de lo mismo: como un año atrás, cuando el pequeño experimento dio inicio, todo se repetirá. Las piernas compartiendo el mutuo calor bajo la mesa. Las manos entrelazadas. Los cuerpos rendidos sobre la cama.
Pese a Nietzsche, el experimento parece superado. Nina puede o no acostarse con el Doctor Martin si quiere, pero ya no es sólo un producto de la casualidad. Es y se reconoce como parte del ser de Nina. Y el Doctor Martin puede llevársela a la cama con la plena certeza de que ambos están en la misma página.
¿Por qué un movimiento, casi infantil e involuntario, de la pierna de Nina, desencadenó todo aquello?
Porque aquello que en nosotros es profundamente humano siempre estará por encima de toda determinación, de toda racionalidad, de todo intento de categorización. Es, finalmente, lo que en cada intento de revelarlo se estropea, pero nos mantiene permanentemente intentando revelarlo.
CallCenter
En ese entonces yo trabajaba para un call center que se encontraba
justo enfrente de la universidad. El call center daba apoyo técnico a clientes
que tenían algún problema con el internet. Entraba a trabajar a las 3 de la
tarde y salía poco después de las 9. Era un buen trabajo, monótono, aburrido,
redimido los viernes que era el día en que pagaban. El único detalle era que a
veces te llamaban bastante molestos los clientes y era una empresa hija del outsourcing: había que cuidar el
trabajo.
Un día recibí una de esas llamadas que realmente te arruinan la
semana entera. Era una señora agria que solicitaba solución a el problema de
una conexión intermitente, se le iba el servicio ocasionalmente cada 5 o 15
minutos. Le indiqué que tenía que revisar la conexión física de los cables…
-
Ya lo chequé todo. Todo está bien conectado.
TODO ESTÁ BIEN…
Es difícil encontrar a un optimista tan convencido. Me hubiese
gustado replicar:
-
Pero no tiene conexión en el domicilio. ALGO
ESTÁ MAL.
Pero no me gustaba arruinarle las buenas
expectativas a un cliente que el menor disgusto podría provocarle una subida
tipo Empire State en la presión.
-
Okey, haremos esto, mandaremos una referencia
sobre la queja abierta y podemos dej…
-
¿Otro reporte? ¡No quiero otro reporte! ¡No
esperaré otras 72 horas hábiles!
Aparte de ser extremadamente optimista. Era extremadamente firme en
sus convicciones. Los extremos son malos. Normalmente cualquier persona podría
simplemente mandar una referencia al sistema para que validen la situación del
cliente. Cualquier persona que tiene sindicato, claro.
-
Mire se sigue dando la atención a su reporte se
ha hecho trabajo desde la central y al parecer ya debió de quedar resuelto el
problema. Por eso le pido revisar una vez más las conexiones físicas, me lo
piden mis superiores…
-
Ya te dije que todo está bien conectado y no
pienso volver a ver los cables. Pásame a un supervisor.
Ya estaba. Lo mejor del trabajo era ser supervisor. No tenías que
estar en tu puesto de trabajo, no recibías llamadas más bien llamabas a otros
departamentos para que hicieran tu trabajo o solicitar que cerraran alguna
queja o ticket que tenía diez días y no había sido atendido para que pudieran
abrir un nuevo ticket el cual estaría otro diez días sin atender. No sé si en
otros call-centers los supervisores tomaban llamadas o se le ofrecía al cliente
ser atendido por uno. Pero por regla general nuestros supervisores eludían las
llamadas. Alguna vez corrieron a una compañera por dejar esperando en la línea
a un cliente: había solicitado un supervisor y ella le comentó que no podía
atenderle un supervisor. Se enteraron los de muy arriba hubo investigaciones y
cuando preguntaron a los supervisores por qué no había alguien que atendiera al
cliente de la chava respondieron que ahí estaban todos pero que ella no les
había solicitado apoyo. Lo cual es genial primero te creas fama de que no debes
de tener contacto directo con el cliente y después arrojan a un empleado a la
calle por no solicitarte apoyo pues saben que no lo van a brindar.
-
Siento decirle que no hay supervisores de
momento disponibles…
-
Yo espero, esperaré.
Deje el micrófono en silencio. Me quité la diadema. Apoyé la espalda
en el respaldo. Solo deje vagar la mirada por las ventanas, entre las nubes.
Aún faltaban seis horas para salir.
Raziel Lupercio
@rzlxl
TRASCENDER
Mi madre siempre mencionaba el asunto con recriminación hacia mi abuela paterna: al parecer estuve a punto de no contarlo y hubieron de llevarme al hospital por un cólico bestial originado por un atracón de chorizo. No era apropiado darle eso a un niño tan pequeño -decían. No tengo conciencia del episodio, pero siempre que me llega el aroma de los chorizos caseros, de esos que ya a duras penas logro ver, siempre me acuerdo de mi abuela. -¿Qué quieres, Neno? –me decía cada vez que entraba a su casa, que estaba a la vuelta de la mía. Siempre tenía pan de “masa floja” y su textura nada tenía que ver con el que se consumía en casa. De masa dura. Y diferente panadería. Sólo su olor, mezclado con el del queso, era suficiente para alucinar mis sentidos.
Solía escaparme a su casa a la hora del almuerzo. Mi abuela siempre fue generosa. Al menos con la comida lo hacía patente. Sus potajes de habichuelas blancas terminaron por conquistarme como ella mejor sabía hacer: con el estómago. Quizás sea eso lo que me haga repetir con frecuencia que en la única cosa para la que soy “conservador” es para las comidas. Las viejas comidas. Las que llamo las comidas de las abuelas. Quizás porque formaban parte de un ritmo de vida diferente en el que el tiempo invertido en hacer de comer era tan importante como el empleado en degustar lo cocinado. Cuando alguien tomaba conciencia del incomparable sabor del ali-oli que ella hacía, por ejemplo, le pedía la receta. Todo el que lo pretendía recibía por respuesta un pote bien colmado de su ali-oli. Pero de cómo lo hacía, del toque final: el silencio por respuesta. Sus recetas se las llevó consigo.
No lo he dicho, pero mi abuela era rara. Entre sus rarezas estaba también no pisar jamás un cementerio. Ni un hospital. Tengo aún fresca en mi memoria, a pesar de los años transcurridos, la imagen de mi abuelo en la cama del hospital preguntándome por ella. Está en casa –le dije. Dile que venga –me pidió. ¡Antonio! –dijo sacándole de su sopor. Sin mover un solo músculo de su cuerpo estirado boca arriba con la sábana cubierto, sus brazos en paralelo a su longitud, la miró mientras le decía: “ya no nos vamos a ver mas…“ Ella, en silencio y doblada hacía él para escucharle, le cogió las manos mientras posaba un beso suave en su boca al que él correspondía. Fue la única y la última vez que les pude ver besándose. Y más que la imagen de verlos así, nueva para mí, fueron las palabras de mi abuelo las que, pellizcándome el alma, hicieran que las lágrimas, incontenibles, corrieran por mis mejillas. Llevaban juntos desde los 17 y 20 años.
Con el tiempo, leyendo La Casa de los Espíritus, de Isabel Allende, unas palabras colocadas en boca de uno de sus personajes me harían tomar conciencia de algo que, no por obvio, había caído en ello: “ …la muerte no existe. La gente sólo muere realmente cuando se la olvida…” Comprendí entonces que los que ya no están, siguen con nosotros de alguna manera. Es tan fácil visualizar sus gestos, escuchar sus palabras, sus voces, sus ademanes. En nuestra memoria están fijados retazos concretos de percepciones tan únicas como personales. Siguen ahí. Cobrando vida, no sólo cuando les soñamos, sino cuando les pensamos. Y permanecerán vivos en la medida en que vivos estemos nosotros. Somos, su última oportunidad. Del mismo modo que los otros son nuestra propia oportunidad. ¿Quizás sea esa una de las claves que están en nuestro subconsciente: la de trascender, la de pervivir en la memoria de los demás como forma de burlar la muerte? A lo mejor, es lo que en el fondo buscamos los que gustamos de escribir: trascender.
Solía escaparme a su casa a la hora del almuerzo. Mi abuela siempre fue generosa. Al menos con la comida lo hacía patente. Sus potajes de habichuelas blancas terminaron por conquistarme como ella mejor sabía hacer: con el estómago. Quizás sea eso lo que me haga repetir con frecuencia que en la única cosa para la que soy “conservador” es para las comidas. Las viejas comidas. Las que llamo las comidas de las abuelas. Quizás porque formaban parte de un ritmo de vida diferente en el que el tiempo invertido en hacer de comer era tan importante como el empleado en degustar lo cocinado. Cuando alguien tomaba conciencia del incomparable sabor del ali-oli que ella hacía, por ejemplo, le pedía la receta. Todo el que lo pretendía recibía por respuesta un pote bien colmado de su ali-oli. Pero de cómo lo hacía, del toque final: el silencio por respuesta. Sus recetas se las llevó consigo.
No lo he dicho, pero mi abuela era rara. Entre sus rarezas estaba también no pisar jamás un cementerio. Ni un hospital. Tengo aún fresca en mi memoria, a pesar de los años transcurridos, la imagen de mi abuelo en la cama del hospital preguntándome por ella. Está en casa –le dije. Dile que venga –me pidió. ¡Antonio! –dijo sacándole de su sopor. Sin mover un solo músculo de su cuerpo estirado boca arriba con la sábana cubierto, sus brazos en paralelo a su longitud, la miró mientras le decía: “ya no nos vamos a ver mas…“ Ella, en silencio y doblada hacía él para escucharle, le cogió las manos mientras posaba un beso suave en su boca al que él correspondía. Fue la única y la última vez que les pude ver besándose. Y más que la imagen de verlos así, nueva para mí, fueron las palabras de mi abuelo las que, pellizcándome el alma, hicieran que las lágrimas, incontenibles, corrieran por mis mejillas. Llevaban juntos desde los 17 y 20 años.
Con el tiempo, leyendo La Casa de los Espíritus, de Isabel Allende, unas palabras colocadas en boca de uno de sus personajes me harían tomar conciencia de algo que, no por obvio, había caído en ello: “ …la muerte no existe. La gente sólo muere realmente cuando se la olvida…” Comprendí entonces que los que ya no están, siguen con nosotros de alguna manera. Es tan fácil visualizar sus gestos, escuchar sus palabras, sus voces, sus ademanes. En nuestra memoria están fijados retazos concretos de percepciones tan únicas como personales. Siguen ahí. Cobrando vida, no sólo cuando les soñamos, sino cuando les pensamos. Y permanecerán vivos en la medida en que vivos estemos nosotros. Somos, su última oportunidad. Del mismo modo que los otros son nuestra propia oportunidad. ¿Quizás sea esa una de las claves que están en nuestro subconsciente: la de trascender, la de pervivir en la memoria de los demás como forma de burlar la muerte? A lo mejor, es lo que en el fondo buscamos los que gustamos de escribir: trascender.
@narboneando
La Sagrada Certeza
La Sagrada Certeza
Para Alejandra Montenegro
En la inmensidad del caos me entrego a ti sin épocas, sin espacios, sin
tiempos, sin razones, sin caminos. Perdido a la deriva de un sentimiento roto,
divago enamorado en la sed de tu mirada, ahogando lo que un niño llamaría “miedo”.
Te siento tan dentro de mí que me falta el aire. Te pienso tanto que me
estoy volviendo loco. Mis amigos saben de ti como aquella alma gemela que cambió
mi visual.
Ya no soy el mismo de antes, ahora soy el mismo de siempre. Soy yo. Sin
harapos ni antifaces. Sin risas de más ni ademanes de menos. Soy yo. Incluso la
vida no es la misma. Ahora veo todo más cambiante, y mis razones se fueron
volando en los desaires del amor.
Eres la culpable de mis pecados aún no cometidos. Te pido disculpas si
no llegué antes, estaba ocupado empeñándome en ser mejor persona para ti. El
pasado es una anécdota y está bien recordarlo, e incluso contarlo, pero morar
allí es insano. Ya nada es lo mismo.
Antes pensaba que el amor se construía, ahora pienso que el amor nos
construye. Nosotros sólo debemos obedecer a esa certeza sagrada, de lo
contrario acabamos destruidos, atrapados en ese hogar llamado ego, que no es,
sino, un albergue en la carretera.
Yo estoy feliz. Me entregué a ti sin la menor vacilación, sin la mayor
razón. Me tardé en encontrarte porque te buscaba con la mirada, extraviado no
sabía que debía hacerlo con la intuición, que no es otra cosa que la brújula
del alma.
Amor mío, gracias por llegar. Gracias por vivir la vida como si fuera la
única y la última. Gracias por no aceptar la vida tal y como es, y por
deambular feliz entre la duda y la verdad. Gracias por poner tu corazón en mi
mano, y permitirme cuidarlo bajo la soberanía de mi niñez. Gracias por
permitirte descansar en mi pecho, y por permitirme formular teorías mientras
dibujo tu cuerpo con la novicia de mis manos. Gracias por reír, por amar al
prójimo de manera desinteresada. Allí radica uno de mis mayores aprendizajes.
Hoy me permito caminar tranquilo. Pensar en el futuro como nuestro cobijo,
y vivir el presente como una aventura efímera, sabiendo que tomados de la mano
contaremos amaneceres, ocasos, estrellas fugaces y palíndromos. Hoy me permito
sentarme en una roca a reflexionar, para luego crear un mundo a nuestra manera,
a vuestra manera.
El amor es una certeza. Una certeza sagrada, por ello, si el amor se
pensara, escribiría ensayos, no poemas. Yo no comprendo, siento. Siento que tú
y yo dejaremos el mundo mejor de cómo lo tomamos. Siento que al leer estas
palabras me pensarás mientras te pienso. Insisto, eso se llama; una certeza
sagrada.
René Valdés Morales
@Renealonzo
Pasó
Pasó al paso del aire tu respiro incandescente por encima de mi ropa, entre el ruido y la sinfonía llegó tu voz que calla y grita a la vez, tus ojos que se mueven al unísono de las agujas del reloj.
Pasó al paso del tiempo tu sonrisa inmarchitable que florece, pasó muy a lo lejos de mí tu sombra que abrazo en silencio, tu voz que beso en las noches.
Pasó al paso del agua los acordes una fotografía que quiere ser tomada, yo río porque tu sonríes, de ríos está hecha tu voz, ríos que desembocan en el mar, el mar que tiene en su tachadura el desfile de tus manos.
Pasó al paso del camino las ganas insaciables de abrazar los brazos del mundo, que eres tú. Y que por mundo habitas en todos los lugares aun cuando los lugares están vacíos de ti y llenos de tu silueta.
Pasó al paso de la noche el camino sin retorno de una historia que se quiebra entre rincones, pasó tu cielo frente a mis ojos y me uní al silencio del sol para besarte la piel con sus llamas.
Giu pironi
@Gpironi
Soy de los que acostumbran...
Soy de los que acostumbran leer los silencios. Irremediablemente leo lo que quiero. Irremediablemente me mata lo que leo. Es que me dejo llevar por las historias que invento. Historias que no creo. Historias que creo tan reales como las huellas que dejan los dedos. Y el silencio, el silencio es un árbol rastrero. Uno de esos árboles que puedes encontrar en refranes viejos.
Cuando un árbol no me deja ver el bosque, derribo el árbol. Luego derribo el bosque. Ahí la semilla de mi hoguera. Ahí la voz del fuego.
A veces creo que todas las cosas están hechas de fuego.
A veces me tomo demasiado en serio los sueños.
Tengo un sueño recurrente. En el sueño quemo el mundo. En el mundo duermo, en una cama de cenizas con los labios manchados en una sonrisa de fuego. Y el humo, insistiendo. Arañando las paredes. Masticando los recuerdos. Encendiendo un pucho, convidándome luego.
Soy de los que fuman cuando leen. Por eso mis páginas están manchadas de cenizas, igual que mis dedos. No sé si los dedos mancharon las páginas o las páginas mancharon los dedos. Sólo sé que las manchas están, quiera o no verlo. También sé que al final siempre me rindo ante la sombra de mi cuervo. Me rindo de la única forma que sé hacerlo, encendiendo un cigarrillo negro, dando media vuelta, dando una vuelta entera al cigarrillo entre los dedos. Porque yo no dibujo sonrisas. Yo dejo todo en cenizas, sonriendo.
Rubén Ochoa
Cuando un árbol no me deja ver el bosque, derribo el árbol. Luego derribo el bosque. Ahí la semilla de mi hoguera. Ahí la voz del fuego.
A veces creo que todas las cosas están hechas de fuego.
A veces me tomo demasiado en serio los sueños.
Tengo un sueño recurrente. En el sueño quemo el mundo. En el mundo duermo, en una cama de cenizas con los labios manchados en una sonrisa de fuego. Y el humo, insistiendo. Arañando las paredes. Masticando los recuerdos. Encendiendo un pucho, convidándome luego.
Soy de los que fuman cuando leen. Por eso mis páginas están manchadas de cenizas, igual que mis dedos. No sé si los dedos mancharon las páginas o las páginas mancharon los dedos. Sólo sé que las manchas están, quiera o no verlo. También sé que al final siempre me rindo ante la sombra de mi cuervo. Me rindo de la única forma que sé hacerlo, encendiendo un cigarrillo negro, dando media vuelta, dando una vuelta entera al cigarrillo entre los dedos. Porque yo no dibujo sonrisas. Yo dejo todo en cenizas, sonriendo.
Rubén Ochoa
Enamoramiento 2.0 (DosPuntoCero)
Apareció
la luna y miré tus ojos cafés como el chocolate que tomé esta mañana.
Que
cosa tan más bonita cuando la luz de tus ojos ilumina lo que ves. Quise refugiarme
en tus brazos pero terminé perdido en ellos. Tus ojos volvieron a mirarme y en
ellos encontré lo que estaba buscando desde hace mucho, cuando otros ojos cafés
robaron mis sueños y mi cariño eterno. Pero al verte de nuevo siento que ya
formas parte de mí, como si las horas pasaran y tú y yo nos mantuviéramos jóvenes
como aquél día de invierno en el que te conocí.
Bajaste
las estrellas y las pusiste a mi lado. Bajaste las nubes y reconstruiste mi
pasado. Tú, siendo mayor, comprendes que la vida puede ser no fácil pero luchas
y sigues peleando por ella. Bajaste la luna y le dijiste que sí me quieres.
“Yo
ya no puedo sin su amor vivir” pensé.
Tus
labios besaron los míos y nos fuimos de este mundo, nos largamos y llegamos
donde nadie jamás había llegado.
Llegó
el viento y nos llevó a lo más visitado; nos llevó a donde todos buscan;
donde ven lo que ya fue visto y se
vuelven para ver por última vez. Ahí es donde fuimos los dos, buscando lo
buscado, viendo lo ya visto y escuchando
lo escuchando.
Regresamos
por el río verde y llegamos otra vez a tu cuarto donde toqué esta tarde para
decirte que lo nuestro no puede ser, tú con la tranquilidad que admiro me
dijiste que sí podía ser, que lo ibas a demostrar.
Y
así pasaron muchos días, semanas y siglos demostrándome que ambos somos uno y
que este enamoramiento es solo el puro juego de la imaginación.
David Ruiz
@Emi_Nerd
@Emi_Nerd
Una playa vacía
Una
playa vacía, la tarde cae azul y roja con furia sobre el horizonte, la arena
juega entre sus dedos, las olas del mar callan al futuro.
Otra
vez quedo dormido, sin recuerdo de ese momento perturbable, en el que ella me
da la espalda, en el cual el horizonte sostiene su futuro, sin lugar para un
sentido opuesto.
El
roce de su mano, el pelo jugando con la brisa, la noche que llega, su sabor a
sal, la oscuridad, sus labios a punto de abrir el universo.
No
puedo alejarme de la culpa, del latir tortuoso de mi piel, la culpa, este
cúmulo de grietas que dan forma a su nombre, y que hacen de esta espera una
sombra que me apresa.
Aquel
beso, su beso. Las olas casi alcanzando nuestros pies, sin tiempo, infinitos,
silencio, dejando hablar a nuestra piel.
Lo
desolado que me siento se refleja en todos los espacios que ocupa mi mirada, es
extraño, los lugares se repiten, la caída es una sensación inconmensurable,
atrayente, hipnótica, uno no descubre que dejó de caer hasta que lo demás se ha
detenido, mantiene la espera de la coyuntura que permita levantar los
escombros.
Susurros,
gemidos, arena y al fondo el amanecer que amenaza con despertarnos, traernos la
realidad como lluvia, constante, fría, triste.
Hallé
rastros de un fantasma, se ha vuelto común encontrar muestras de una ausencia
mientras la melancolía cava y hace más profundo este despertar perpetuo,
incluso hubo un temblor, son comunes en toda excavación, eso quiero creer, por
tanto mantengo seguro el miedo a quedar atrapado.
El
sol hizo que nuestras manos se separaran, ese era el acuerdo, en el puerto ella
tenía quién la esperara. No había tiempo para lágrimas y subimos al barco. La
luz, su luz, era triste intensidad.
Mis
manos están mojadas, la desesperación es una llama, uno se mantiene consciente,
es doloroso, el sudor va inundando cada parte del vacío, un espacio que
descubre lo infinito, una agonía recurrente, la muerte, una quimera, el camino
invisible que nos lleva a pensar en la multiplicidad de las decisiones pasadas,
dejando su forma en un desierto, un espejismo que doblega y corrompe el
desasosiego.
El
barco, sus pasos, la agitada agua que se transforma en sus huellas, huellas que
no sigo. Un adiós sin mirar, su silueta ondeando con el viento, un lejano te
quiero y de repente el silencio, negro, un negro sangre como el agua agitada
tras sus pasos.
Julio Muñoz &
Ronald Dávila
El hombre y el mosquito
El Hombre y El Mosquito
De
repente para de escribir sobre el teclado y se queda quieto, en silencio, sus
ojos bien abiertos miran la pared fijamente, se concentra en lo que escucha no
en lo que ve, más allá de su mirada hay un sonido que acaba de pasar de largo
por su cabeza, cerca de su oreja deteniendo todo su mundo, creando una grieta
en esa habitación.
Se
levanta lentamente sin hacer ruido, la vista sigue el sonido, sonido que
penetra en sus oídos y le corta la respiración. Parado, en medio de la
habitación comienza a ponerse nervioso, le oye pero no le ve hasta que un
imperceptible movimiento es captado por su ojo derecho y dirige la mirada
directamente hacia su presa. El mosquito está ahí con su danza hipnótica e
irregular. Lanza rápidamente las manos y da una palmada. Le ha matado. ¿Si?
Abre las manos y nada, ahí no está el mosquito.
─
¿Le habré matado?
El
silencio se apodera de la habitación, aguanta la respiración y nada, no se
escucha nada, vuelve a su cómoda silla blanca y se sienta sin estar
completamente relajado, sabe que puede haberle matado pero no confía en su
suerte. Sigue escribiendo.
Otro
ruido. ¿Será el mosquito? ¿El mismo? ¿Uno diferente?
Vuelta
a la misma rutina. Silencio, se levanta, observa, él es el cazador, el mosquito
es la presa molesta. Le ha costado mucho
vivir solo, con la paz que añoraba como para ser molestado por tan infame
insecto. A él le gusta la calma, las cosas a su tiempo, el silencio, no le
gustan las mascotas, ni los vecinos, ni la gente, él no tiene que soportar el
asedio que hace ese mosquito sobre su cuerpo. Le es molesto su ruido, su
presencia, ese temor invisible a que de alguna forma se pose en su cuerpo y sin
que se entere invada su espacio y atraviese su piel, esa situación le perturba
y por eso sigue observando con los oídos bien abiertos.
Camina
de un lado a otro de la habitación sin encontrarlo, sin dar con él, comienza a
ponerse nervioso, suda, la respiración comienza a ser acelerada. Es ridículo,
lo sabe, es un simple mosquito, pero no puede evitarlo, así no puede trabajar,
así no puede dormir. Se queda vigilando.
─
¿Dónde estás? Necesito concentrarme.
Mira
de un lado a otro nervioso, sabe que así es prácticamente imposible verlo pero
está desesperado. El techo, las paredes, junto a la lámpara, pero no está en ningún sitio aunque
le sigue oyendo. Las manos le sudan y los ojos se le van a salir de sus
órbitas, tiene que acabar con él aunque le cueste toda la noche.
Se dirige
a la cocina sigilosamente, no quiere que el mosquito se entere de sus
intenciones, camina lento pero directo al armario bajo el fregadero, allí
esconde su arma mortal, el insecticida, lo coge y vuelve con el mismo cuidado hacia
la habitación. Aprieta el botón del insecticida y comienza a llenarlo todo de
una niebla tóxica pero a él le da igual, sigue dentro de la habitación, es un
bunker cerrado a cal y canto, un rincón de exterminio y por eso no se va,
quiere verlo morir o no se creerá que está muerto. Tose, le pican los ojos pero
sigue mirando en todas las direcciones, ya no escucha nada, igual el insecticida
hizo su trabajo. Respira hondo, se encuentra un poco mareado y se vuelve a la
silla de trabajo, igual le da tiempo a escribir un poco más. Se sienta, acerca
el teclado a sus manos y ahí está, posado sobre la letra P, el piensa que le
mira, e incluso se siente provocado, humillado por el mosquito. Coge la
zapatilla y asesta un primer golpe fuerte que hace saltar varias teclas del
teclado, sin embargo el mosquito ha emprendido el vuelo y ha rozado su nariz en
la huida.
Tras
él, comienza a dar zapatillazos al aire, está fuera de sí, no piensa, ni
respira, las lágrimas casi brotan de sus ojos por la impotencia. En su loco
ataque comienza a tirar las cosas sobre las estanterías, de la biblioteca, los
libros caen, la lámpara, fotos, recuerdos, pero él sigue sin flaquear dando
zapatillazos allá donde no hay nada con todas sus fuerzas.
La
habitación parece una escena de guerra, la lucha del hombre y el mosquito, de
repente se para y se siente ridículo, tanto revuelo por tan insignificante
contrincante. Se siente y abatido lo da por perdido. Las lágrimas comienzas a
brotar de sus ojos, no entiende la reacción que ha tenido. Cuando se
tranquiliza acerca de nuevo el teclado a
sus manos y de repente le vuelve a oír, le siente cerca, se queda parado y se
hace prometer que no volverá a ir tras
él, pero el mosquito se posa sobre su rostro, no sabe qué hacer, le puede hasta
ver si baja mucho el ojo. En un acto reflejo y con mucha fuerza dirige su palma
derecha y tras un gran tortazo que le hace sentirse aún más estúpido puede ver
el mosquito caer sobre el escritorio, muerto, vencido.
Extraño
observa ese minúsculo y feo insecto patas arriba sobre su escritorio y le
invade una tremenda sensación de soledad, hasta ese momento fue su compañero,
su única compañía y ahora no sabe qué hacer.
Le deja muerto sobre la madera y comienza a recoger, anhelando en secreto la presencia de otro ser, aunque sea molesto.
Le deja muerto sobre la madera y comienza a recoger, anhelando en secreto la presencia de otro ser, aunque sea molesto.
Julio Muñoz