Manuel me dejó.
Para escribir un cuento hay que alejarse de la vida real. Porque en la vida real, es decir: lejos de los papeles en blanco y las suposiciones afiebradas de las escritoras standard como yo, que tratan de bucear hasta lo indecible en cuestiones sin importancia; como las miradas que alguna vez alguien me echó cuando me empeñaba en buscar respuestas en mi taza de café, o el sonido del viento jugando con la cortina de la ventana de mi cuarto; cosas así, sin vitalidad, sin fuerza, que sólo sirven para rellenar los relatos con frases hechas. En la vida real, como iba diciendo, las historias, y sobre todo las historias de amor, empiezan más o menos así: alguien, que puede llamarse Johnny o Manuel un buen día se da cuenta en la ducha, en un insomnio, en una esquina, mientras come un Big Mac, que Mariana o Michelle, tiene unos ojos verdes o azules o marrones que le calan hasta el alma, y que la misma piba que hasta ayer no le promovía más que un poco de ternura, hoy le empieza a picar en la garganta, en los brazos y en las piernas; o tal vez así: Michelle o Mariana una tarde cae en cuenta que el chico de al lado, que se puede llamar Johnny o Manuel, que hasta ayer no le promovía más que pena, por el saco demasiado largo y gastado, hoy le mueve los estantes al punto de pensar que lo más importante del mundo es abrazarle ese cuerpo flacucho y endeble, y decirle que el saco le cuelga mejor que a nadie.
En la vida real, los datos triviales del pasado de Johnny/Manuel y Michelle/Mariana, a nadie le importan. ¿O acaso alguien se pone a pensar al ver una de esas parejitas en la plaza, a qué edad largó el chupete, si se comía las uñas o si era el gordo del grado?; nadie piensa en telas de araña cuando pinta la pared, nadie se imagina tumbas cuando ve florecer un jazmín. Nadie. Al menos no la gente normal, y no está mal que así sea, porque sería desastroso (sobre todo para las escritoras standard como yo) que la gente quisiera encontrar en un cuento, las intrascendencias de las parejitas que pueblan las plazas y se matan un rato a besos, mientras vos paseás el perro y los mirás como diciendo “Quién pudiera”.
Para escribir un cuento, insisto, no hay que ser real. Una escritora standard como yo nunca debería relatarlo como si lo estuviera viviendo, como si estuviera en la plaza conocida y fuera uno de los lados de la parejita común presa de manoseos comunes y de su pasión poco común por las películas dirigidas por Kim Ki-duk, y tampoco deberá cometer el error de escribir ningún nombre verdadero, que a lo Pavlov le recuerde su historia, su plaza, y su “Quién pudiera”.
Mucho menos deberá acelerar los tiempos; me refiero a esa tentación de matar al gato antes de que huela el pescado, lo coma, se indigeste, y se sueñe el protagonista de Cementerio de Animales. Para ser clara: una escritora standard como yo, nunca debería comenzar una historia de amor por el final.
Será por eso que esto no es un cuento.
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Mi cuento también fue publicado en el blog "Mujeres Con Espadas": Lado B: Algunas nenas no lloran