Entonces cayó la noche, desnudándola, excoriándola
dejándole la carne viva.
carbonizándole los huesos, llenándole las uñas de piel tibia.
Y el aliento chasqueando, resbalando desde la garganta,
mirando el vacío de la cuencas oculares
que yacían rebosando laberintos llenos de dolor.
Fue entonces que ella abrazó la vida con los dientes
dejando fluir las tormentas que habitaban en su interior;
un breve movimiento diciendo un viaje manso acariciando su cabello,
y una brisa ligera y fría se frotó contra su cuerpo,
y con los pezones erectos descendió sobre el espejo casi imperceptible,
lanzando un resuello de humo que eventualmente rompió en olas de mujer.
Con la sonrisa hecha girones y un pedazo de vida como mueca retorcida,
parpadeaba goteando grietas, lágrimas y sal.
Fue ahí donde todo tuvo sentido, ella caminó doblando los pliegues en cada mirada,
con el sabor de la hiel lamió las cicatrices disfrazadas de caricias.
Vivía cada sensación, abriendo las fauces y acunando entre sus brazos cada latido.
Y un nombre.
Alma E. Palma.