Daniel era de esos tipos que son buenos tipos. Hijo de padre fugitivo y madre mártir, vivía sus días con la humildad como emblema. Le había tocado una de esas vidas en subida, bien propias de los luchadores empedernidos.
Recuerdo que lo conocí en el jardín de infantes y luego volvimos a cruzar caminos en séptimo grado. Alumno aplicado si los había, un siete en un examen más de una vez le produjo lágrimas que solo percibían los más observadores; él siempre buscaba más. Callado, introvertido, misterioso, solía cruzarlo siempre por la calle porque eramos vecinos. En la postal del barrio jamás faltaba su madre yendo o viniendo en su bicicleta cargando con desamores y frustraciones, pero siempre firme, dispuesta a llevar el pan a la casa, para mantener a Daniel y a su pequeña hermana.
Nunca voy a olvidar aquella tarde de verano en la que pasamos por su casa para invitarlo a ir a la pileta, era la primera vez que lo hacíamos y su sorpresa fue instantánea al vernos en su puerta. Rápidamente aceptó, pero luego se lo notó dubitativo, intentando ocultar lo que después trataría de explicar a pesar de su vergüenza: no tenía plata para pagar la entrada al club. Le dijimos que no se hiciera problema, que nosotros le prestaríamos, y enseguida sacó su vieja Gracielita para partir con nosotros, pedaleando al compás de las monedas en el bolsillo. En vez de mochila tenía una bolsa de nylon, en vez de toallón tenía una toalla chiquita, pero sus ganas de pasarla bien eran tan enormes como las nuestras, y lo demás no importaba.
No conocía mucho de él, más que sus silencios, su soledad y su dedicación. Supe también, que durante esos días Daniel había empezado a escribir un cuento en su computadora, y que estaba muy contento haciendolo. Pero no mucho más.
Aquel extraño febrero lo encontró, como siempre, ayudando a su madre. Mientras ella no estaba, el hacía una torta para festejar su cumpleaños a la noche, en familia. Recuerdo a mi mamá comentándome que lo había encontrado esa mañana en el almacén de la esquina comprando quince velas.
Todo estaba listo para la velada con su madre y su hermana. Había cocinado y ordenado su casa. Mientras la niña jugaba en la vereda, él se preocupaba por limpiar el piso: todo tenía que estar intacto para cuando su mamá llegara de trabajar. Secador en mano, mojó un trapo y se puso a fregar.
Un segundo violento, un error, agua y electricidad. Su cuerpo se convirtió en infierno y el corazón no le resistió. Su hermanita entró a la casa, lo vio tendido en el suelo y le avisó rápidamente a su vecino que Daniel "se había quedado dormido en el piso". Solamente él sabe que pasó. Su madre se bajó de la bici, y a partir de allí nunca nada fue igual.
A la mañana siguiente mi mamá me despertó con la triste noticia, y no lo pude creer, la muerte era algo demasiado lejano y extraño teniendo quince años. Recuerdo que entre sus compañeros de curso se organizó una colecta para cubrir los gastos del sepelio. Yo no fui a despedirlo, jamás pude soportar los velorios, y menos, las injusticias.
Suelo pasar por el frente de su casa, caminando lento, pensando en lo cíclico de esta vida, en ser luz entre dos oscuridades, en nacer y morir el mismo día, en vivir entre dos febreros. A veces veo a su madre pedaleando firme contra el viento, contra la vida, como siempre lo hizo y no puedo evitar suspirar. Cada vez que miro su puerta me cuestiono si la bondad no cabe en este mundo, si la muerte es tan caprichosa como parece o si simplemente la desgracia llega porque si. Intento espiar por la ventana, con disimulo, buscando esos cuentos que se habían empezado a escribir, indignado por la tragedia que significa que queden por la mitad, y me pregunto, impotente, como hubieran seguido...
Damian Uliassi
@pichivoluntad0
http://algo-intruso.blogspot.com
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