Leonor se miró en el reflejo que la puerta de cristal de aquel motel. Se arregló un poco el cabello, se abotonó el saco y, contra todas sus fuerzas, se sonrió a sí misma. Nunca se hubiera creído capaz de aquello. El adulterio era una cosa que hasta entonces no le había despertado muchos cuestionamientos y jamás imaginó que se vería metida en él. Y pese a todo, la culpa, después de un año de andar jugando a las escondidas con aquél muchacho, todavía era manejable.
Caminó con lentitud hasta su auto. Mientras se acomodaba en el asiento, distinguió la silueta de su joven amante, enfundado en esa eterna chamarra de piel que le parecía más vieja que ella misma. Siguió los pasos del muchacho y pensó en aquél cuerpo que deseaba más que a nada en el mundo. Un cosquilleo le recorrió el cuerpo y la sonrisa volvió a asomarse: ni por un momento la culpa era un lastre.
De camino a casa, el tráfico se sentía ligero, pese a que recorrer un tramo de dos kilómetros le había tomado más de treinta minutos. No tenía ganas de llegar a su casa: le parecía mejor perder el tiempo de esa manera que soportar las dos horas reglamentarias de pleito con su marido. Con un poco de suerte él ya estaría dormido cuando ella llegara. Luego de saborear un poco la idea, decidió que el retraso no era recomendable: después de todo, las sospechas de su marido se verían avivadas por su ausencia en casa justo a mitad de semana. Salió de aquella avenida congestionada y se dispuso a seguir la ruta alterna que su marido le había enseñado para ahorrarse unos muy buenos minutos al volver a casa por las noches.
Aquellas callejuelas le parecían más tétricas que nunca. A pesar de que todavía no daban ni las ocho, la noche ya estaba bien asentada y la luz que el escaso alumbrado público proporcionaba generaba sombras que la hacían sentirse observada. Llegó a uno de los cruceros más solitarios y miró hacia ambos lados para asegurarse de que podía pasar sin peligro. De pronto no escuchó más que su propio suspiro entrecortado. Observó cómo su sangre, aún tibia, le manchaba las manos, todavía sobre el volante del auto. Más que arrepentimiento, el último pensamiento que asaltó a Leonor, mientras se desangraba a través de aquél corte certero a la yugular, en medio de aquella calle oscura, fue la pregunta de quién y cómo se había metido a su auto sin que ella se diera cuenta. El porqué, aun sin culpa, ya lo suponía.
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