César abrió los ojos. La débil luz que entraba por la ventana lo dejaba ver que Justin Bieber y Lady Gaga lo miraban desde la pared, seguía en su cuarto. ¿Qué era ese ruido? No, no era un ruido, más que ruido era un murmullo. Se escuchaba como si miles de pequeñas garras arañaran el suelo, como si infinitas narices olfatearan el aire enrarecido por el encierro.
Se sentó asustado. Sintió un escalofrío recorriéndole la espalda, entonces pudo sentir sobre la piel una mirada. Mil miradas. Con una mano temblorosa encendió la lámpara. Ahora pudo verlo. Parado delante de su cama estaba Miguel, sosteniendo entre las manos un conejo. El conejo era blanco. Sus ojos de fuego también lo miraban. A sus pies había una gran cantidad de conejos, eran tantos que no podía contarlos.
—¿Qué hacés aquí? —preguntó César.
—Vengo a saldar una deuda —contestó Miguel.
—¿Una deuda? ¿Qué deuda? ¿De qué me hablás?
—Es tarde para tantas preguntas, César.
—Andate de acá, voy a llamar a la policía.
—Nadie puede ayudarte —dijo Miguel mientras el conejo saltaba de sus manos.
Cesar intentó agarrar el móvil. El conejo blanco cayó sobre su pecho y se arrojó hacia adelante hundiendo lo incisivos en su cuello. Los otros conejos empezaron a saltar a la cama. Todos se abalanzaron sobre César, como una plaga. Empezaron a morder y arañar desgarrando las sábanas, llegando a su piel, a su carne, a sus entrañas. Intentó gritar, pero otro conejo ya apretaba su garganta. Se sacudía intentado sacárselos de encima, pero eran demasiados. Siguieron atacando hasta que dejó de moverse. Poco a poco, los conejos, fueron bajando de la cama y abandonando el cuarto, saliendo por la ventana.
—Listo, deuda saldada —dijo Miguel y también salió por la ventana.
Rubén Ochoa
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