Es una mañana fría y algo gris. Es una calle estrecha, en un pueblecito en la ex Yugoslavia. Una mujer serbia, nonagenaria, ataviada por entero de negro, sostiene un cigarrillo en la boca. En una de sus manos, sostiene un rifle muy gastado. En la otra, la pequeña mano de su nieto de cinco años. A media calle, se detienen, frente a un árbol de ramas casi secas, un árbol decrépito. Ella le señala al niño, con el cañón del rifle, en dirección a aquel árbol, y le habla aún con el cigarrillo entre los labios: “Es ahí donde un albano asesinó a tu abuelo”. Se lo repite, como cada mañana.
Dos niños caminan bajo el calor veraniego en las calles devastadas de Jenin, al norte de la ocupada Cisjordania. Han conseguido en el mercado negro un par de jugosas rebanadas de sandía. Dos soldados israelíes se les acercan. Sin preguntar más nada, les arrebatan la sandía, los suben a un camión y se los llevan. Los colores de la sandía, blanco, negro, rojo y verde, son los colores de la bandera Palestina, proscrita por el Gobierno Militar (1).
“Nosotros no somos rusos”, me decía el ucraniano Oleg Yefimov, “nuestra cultura y nuestra lengua son distintas. En todo caso, es de Ucrania de donde provienen los rusos. Pero de ninguna manera somos iguales”. Luego añadía: “Nosotros hemos sido ucranianos siempre, desde hace muchos cientos de años, y siempre lo seremos”.
El odio étnico, el odio racial, la necesidad de un ‘ellos’ contrapuesto al ‘nosotros’, no viene grabado en nuestros genes. Es parte de la cultura y la identidad, aquello que distingue un grupo humano de otro. Y la identidad étnico-cultural no es otra cosa que lo que la gente tiene en la cabeza. ¿Cómo llega hasta ahí? Podemos afirmar que “la gente actúa hacia los objetos, incluyendo otros actores, con base en el significado que éstos tienen para ellos... El significado colectivo constituye la estructura que organiza nuestras acciones” (2). Esto implica que las personas, a partir de su naturaleza social, construyen sus actuaciones con base en el entorno en que se encuentren y a partir de esos referentes organizan su entendimiento sobre sí mismos y sobre aquello que los rodea.
La identidad, y su construcción son un proceso en el cual el individuo, a través de su interacción con el mundo y con otros, le da un sentido a su yo, al mismo tiempo que le otorga un significado a los otros y a la realidad que le rodea. La identidad étnico-cultural puede ser definida como un conjunto de conceptos aprehendidos a lo largo de nuestra vida, a veces impuestos, a veces consecuencia de eventos históricos fuera del control del grupo étnico en cuestión. Lo que me da identidad es lo que me hace diferente de otros, es el conjunto de sucesos que se han ido registrando en la memoria colectiva, y que la sociedad va reproduciendo a través de sus instituciones a lo largo de su historia, mismas que median las relaciones sociales del grupo por un lado, mientras que por el otro aseguran la pervivencia del mismo. Y son justamente estas identidades étnicas, religiosas y culturales los factores más significativos de los conflictos internacionales, especialmente en los últimos 30 años.
¿Cómo se cambia, pues, lo que la gente tiene en la cabeza? Probablemente, en los ejemplos citados, sustraídos de la historia mundial reciente, las mismas instituciones sociales han generado un discurso de odio y violencia, que imposibilita y ciega a los individuos para admitir que probablemente su percepción es equivocada. Cambiar eso tomaría generaciones. Pero, como ha señalado Madeleine Albright (3), de nuestro entendimiento de estas diferencias, ya sean étnicas, religiosas o culturales, dependerá la solución de conflictos internacionales muy arraigados.
Quizá si nos alejáramos de la retórica post-guerra fría en la que todos somos iguales (lo cual es obvio a cierto nivel y desde cierta perspectiva), y empezamos a trabajar sobre lo que nos hace diferentes, por lo tanto únicos y valiosos cada uno per se, entonces ya podríamos avanzar hacia un mayor entendimiento entre todos los habitantes del globo. A fin de cuentas, ‘lo mejor que tenemos’, la democracia, se nutre del hecho de que, justamente, somos diferentes, a veces contrarios, y en ocasiones contradictorios. Es cosa, pues, de que la gente lo tenga también en la cabeza.
(1) Marín, R. (2002). La ocupación militar israelí de Cisjordania y Gaza: de la Guerra de los Seis Días a la Declaración de Principios (1967-1993). Ed. Guayacán:Costa Rica.
(2) WENT, A. (1992): “Anarchy is what states make of it: the social construction of power politics”, en International Organization, Vol. 46, No. 2, pp. 391-425.
(3) Albright, M. (2006). The Mighty and the Almighty. Reflections on America, God, and World Affairs. Harper Collins:USA.
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