El árbol me dijo, que el truco para desordenar el tiempo es hacer que los segundos se tropiecen entre ellos. Suponiendo que un segundo es la mínima unidad de tiempo domesticada por la muchedumbre ciega de ciencia exacta, en mi mente pude dibujar los dientes necesarios para masticar aquella idea.
Hace ya mucho tiempo que hablo con árboles, sobre todo los que tienen pocas hojas. Al principio me dejé llevar por el sentido común, pensando que un árbol de pocas hojas es un árbol triste, pero estaba equivocado. Fue luego que entendí, cuando un refinado roble me dijo; que estar sin hojas es estar en paz, y que la soledad es deliciosa cuando se bebe en el viento, sin sentir desgarros de su propio cuerpo, sin sentir como sus miembros más frágiles caen contra el suelo haciendo pedacitos de ruidos.
Por allá en el ‘98 fue que me di cuenta de que podía escuchar árboles si escuchaba de cerca un pedazo arrancado de su tronco. No fue por accidente; imaginé que si le quitaba un pedazo de cuerpo a un ser vivo, éste iba a gritar de dolor, al menos eso es lo que pasa con la vida animal, era de suponer - para mí - que con la vida vegetal iba a tener la misma reacción espontánea.
Sin ataduras lógicas vi en la barriga del árbol, una protuberancia seca y la desprendí sin sentir dolor ajeno, me senté en el verde, y como si estuviese seguro de mí, cogí el pedazo de madera y lo acerqué a mi oreja izquierda – pensé en la izquierda porque por alguna razón le vi al árbol forma de zurdo, y si era zurdo iba a escucharle mejor por la oreja izquierda, por esto de la compatibilidad - yo y mi absurdo parecer -.
Escuché en el pedazo de madera, al principio un crujido, forzado por mí a ser un ‘hola’ bastante ronco, mientras el árbol me miraba con sus ojos de siempre. Luego de que mi oído leyó el primer grito, quedé encantado con la voz del árbol. Hoy puedo hacer alarde de mis anécdotas y decir que he hecho reír a varios árboles, cosa que no es fácil porque son bastante serios. Recuerdo claramente una breve y peculiar conversación con un sauce:
— Los sauces somos los únicos que tenemos ventanas – decía su voz cansada – pero a mí me gusta tenerlas cerradas.
— ¿Y por qué cierras las ventanas? – le pregunté con una sonrisa indecisa.
— Para que no entren los niños a desordenarme por dentro. – Tal vez sea bastante obstinado, pero si los niños no respetan mi cuerpo no puedo dejarles entrar a mí.
Sentí eso como un gran regaño al recordarme de mi niñez y de cómo yo le daba batazos a un sauce en el jardín de la tía Adela.
Pero si es de destacar, de entre todas las conversaciones que tuve con los muchos maderos en todos estos años, la más interesante fue la que tuve con, Hirsh (un pino de ojos cosidos), que fue el que me dijo cómo podía desordenar el tiempo. Para muchos aquello podría ser el absurdo mas grande, para mí; el secreto más fascinante.
Al hacer tropezar los segundos, el desorden haría tambalear a un minuto, éste minuto crearía un efecto dominó en el resto de sus hermanos dentro de la hora que habitan. Estando una de las horas con esa gran hecatombe estomacal, haría revolcar el resto de las horas en un mismo día, y como es sabido, el día es una columna fundamental en el gran mecanismo del tiempo, basta con que tiemble un día para que vibren todos. Y creo que no es necesario explicar lo pesado que es un año y que el ruido que haría si se cae como pedazo de piedra, haría temblar el universo.
Ya tenía la explicación, pero no el método.
Primero intenté con un reloj de pulsera, lo miré por largo rato pensando que tal vez el alma del tiempo estaba encerrada dentro. Pasé días maquinando una forma de lograr sacar un segundo y crear un desorden. Pasó mucho tiempo hasta que me cansé de no lograr un buen dibujo.
Intenté amarrar la noche a una piedra, si lograba retrasarla por un segundo lograría mi propósito, pero allí tenía otra aporía ¿cómo amarraba la noche a la piedra?, ¿qué es la noche?, ¿un cielo negro?, ¿oscuridad?, ¿sombra?
De tanto tratar cuanto método absurdo se me ocurría, decidí quedarme sentado en una plaza a ver si por casualidad veía algún segundo tangible pasar delante de mí (para aplastarlo), pero mi sed no se hacía agua.
Volví a casa cansado, y vi en el espejo algo que no era yo. Y recordé una frase indefectible que me dijo una vez un Samán: “Cuando el tiempo se mira en el espejo, se arrugan los dos”.
Hoy soy un viejo, ni sé la edad que tengo, pero sé que soy un Samán, “el árbol de la lluvia” o “Samanea Saman”, como me llaman los estudiantes.
Prefiero Samán, es más cómodo.
Prefiero Samán, es más cómodo.
Eduardo Magomi.
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