Recuerdo esa noche y se me hiela sangre, siento el vacío en el estómago y no consigo respirar: me ahoga el llanto. Fue la única noche que pasé en Buenos Aires. Llovía, como si de eso se tratara la vida. Después de dejar las maletas en el hotelito, salí a caminar. Y es que esas cuatro paredes me asfixiaban, no sé si porque la habitación me parecía diminuta, o sencillamente era mi propia piel la que apresaba. Llovía tan fuerte. Las calles estrechas y los edificios altos parecían tragarme. Y yo caminaba, sin dejar que el aroma de esa ciudad me evocara a Borges, a Pizarnik, a Cortázar, sólo dejando que las lágrimas se confundieran con la lluvia pertinaz que me empapó entera. Me volví al hotel, a encerrarme en las cuatro paredes del abandono, de lo irremediable, de las ganas de salir corriendo y no parar. Y seguí llorando.
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