Hagamos algo como para sentir; un breve toque en el ser: diáfano y lejano; cuyo sentimiento, se prolongue en sí mismo.
Que jale del hilo que une tu alma con la mía, tan estruendoso como el silencio de un beso y tan callado como la explosión de tu piel.
Que sucumba el infierno bajo mis pies, que arda y devore las cicatrices, y la realidad se parta en puentes al cruzar la mirada.
Y que las raíces crezcan y hagan grietas al otro lado del tiempo.
Que sea tu verano abriendo grietas en mi cielo abierto. Que sea tu sol sobre los campos de trigo de mi cuerpo.
Y que esta pasión lejana, amanezada por la extesión, se complazca con el deseo, con el fuego, con el dolor, con lo que quema y con lo que nos queda...
Soltemos amarras y enfrentemos la tormenta sin otra vela que la piel que cubre este fuego, con la luna en los ojos y el sol entre labios.
Como aquella vez que el viento susurraba nuestros nombres y el mar rociaba nuestras ganas. Y el amor cabía en un gemido.
Y vivamos dentro de lo eterno para ser la única canción en la boca del mundo.
Sin más mundo que esa música de sol y de tormenta, de ruido y de silencio, de cielo y de infierno.
Ni menos culpa que nos agobie, ante todo esto: peligroso y necesario.
Desnudos y atados. Que de furia, que de piel, que de manos, que de nosotros...
Solo gritos y asfixia de piel, borremos la culpa y escribamos al placer, embistamos al amanecer y ahoguemos las sábanas con tu mar y mi sal.
Y atardecer con el sol en la mirada, con lenguas húmedas sisear al viento, su olor, su sabor. Y abrasar.
Y que en la punta de la vida haya oleadas de nosotros, siendo paisajes gritando.
Y luego que quede nada, ni tú, ni yo, ni tormenta, ni sol, ni verano aciago.
Que jale del hilo que une tu alma con la mía, tan estruendoso como el silencio de un beso y tan callado como la explosión de tu piel.
Que sucumba el infierno bajo mis pies, que arda y devore las cicatrices, y la realidad se parta en puentes al cruzar la mirada.
Y que las raíces crezcan y hagan grietas al otro lado del tiempo.
Que sea tu verano abriendo grietas en mi cielo abierto. Que sea tu sol sobre los campos de trigo de mi cuerpo.
Y que esta pasión lejana, amanezada por la extesión, se complazca con el deseo, con el fuego, con el dolor, con lo que quema y con lo que nos queda...
Soltemos amarras y enfrentemos la tormenta sin otra vela que la piel que cubre este fuego, con la luna en los ojos y el sol entre labios.
Como aquella vez que el viento susurraba nuestros nombres y el mar rociaba nuestras ganas. Y el amor cabía en un gemido.
Y vivamos dentro de lo eterno para ser la única canción en la boca del mundo.
Sin más mundo que esa música de sol y de tormenta, de ruido y de silencio, de cielo y de infierno.
Ni menos culpa que nos agobie, ante todo esto: peligroso y necesario.
Desnudos y atados. Que de furia, que de piel, que de manos, que de nosotros...
Solo gritos y asfixia de piel, borremos la culpa y escribamos al placer, embistamos al amanecer y ahoguemos las sábanas con tu mar y mi sal.
Y atardecer con el sol en la mirada, con lenguas húmedas sisear al viento, su olor, su sabor. Y abrasar.
Y que en la punta de la vida haya oleadas de nosotros, siendo paisajes gritando.
Y luego que quede nada, ni tú, ni yo, ni tormenta, ni sol, ni verano aciago.
Omer Alfcorbar
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