Prendo un pucho y salgo a caminar. De los placeres nocivos de antaño, el único que me queda es el de clavarme en el pecho el cilindro verdugo de un cigarrillo negro.
El falso sol de este invierno sonríe en el amarillo de un diente de león que ignora al frío. El viento del Este me despeina cuando me arrodillo para mirar más de cerca la flor que se escapó de uno de mis libros preferidos.
Dejo escapar el humo junto con un suspiro. Me pregunto si Clarisse pasará por aquí esta noche. Quizás se baje en la próxima esquina del colectivo donde se encontró con Diana. Quizás sus pasos la lleven a donde se enfrían los míos. Quizás se encuentre con ese que fui, o que pude ser, ese que nunca más seré, y me acompañe de regreso a casa. Quizás corte este mismo diente de león y ensaye ese juego de niños. Y cuando eso pase, cuando me pinte de amarillo, será porque quemar ya no es un placer. Porque hace casi un año que volví a ser un niño.
Rubén Ochoa
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