La brújula señalaba un norte al que no me llegaban los ojos, uno invisible; a ti, en cambio, se te perdían las pupilas en él, que siempre fuiste de llegar más lejos que yo, de ojos de tiro más largo, de mayor alcance.
Estábamos en mitad de la ciudad; de esta ciudad pequeña en la que todo está a menos de treinta minutos a pie, en la que los ancianos no se encorvan, sino que se enderezan, y en la que los gatos tocan viejos pianos de cola vestidos de chaqué. Los semáforos estaban locos, y las personas estaban locas por los semáforos; "¡verde!" gritaban sus cabezas, "prisa", "tarde", "él", "ella", gritaban también. De la mía salía un "tú" que se enfrentaba a tu perfil, elevándose sobre el resto hasta dejarlos en ecos.
Todo estaba lleno de señales; de indicaciones sin sentido, "Casco Viejo", "Núcleo Urbano", "Alhambra", todo perfectamente indicado para perderse, pero en ninguno de todos esos carteles absurdos te decían cómo encontrarte. Dimos un paso al frente, hacia el norte, y la brújula se te cayó de las manos, alguien la pisó, y después otro alguien la volvió a pisar. Te quedaste mirándola, como si esperases de ella que se recompusiese, porque esa era su obligación, su misión última. Un señor mayor te debió ver cara de pena, porque paró y te preguntó "¿estás bien, chiquilla?", tú levantaste la mirada del marcador roto, quieta entre una marea de gente que te esquivaba sin más, le miraste a los ojos, que tenía pequeños y brillantes, con pequeños puntos de sabiduría desperdiciada, y respondiste "bien; algo perdida, pero bien". Él, pensativo, tercer maniquí inmóvil entre la marejada, se miró las palmas de las manos, llenas de callos y de manchas, y te dijo: "siempre puedes comprar una brújula, chiquilla", sonrió, como si adrede quisiera que esa sonrisa fuese la manera en que lo recordaríamos, y se perdió entre el gentío.
La brújula era ya un espejo roto que ninguno de los dos albergaba la esperanza de ver rehecho; te cogí de la mano y te dije: "volvamos sobre nuestro paso". Volvimos un paso atrás; un turista se chocó conmigo -por poco me derriba-, se disculpó y siguió el curso de la acera, patizambo. Atardecía; los gatos preparaban ya sus dobles sin hielo ante un público impaciente; a medida que anochecía los semáforos se volvían aún más locos, aunque la gente andaba más distraída, menos gritando sus cabezas.
Esperamos al filo de una baldosa blanca y rayada hasta que fueron las ocho. Entonces, como saliendo de un trance compartido, dimos un paso al frente, y cuatro pies le cayeron a una baldosa rosa. Después, a las ocho y un minuto exacto, dimos otro paso, quedándonos entre dos colores. Estábamos ya donde la pobre brújula -lo que quedaba de ella- se señalaba a sí misma. Algo más tarde reparé en que no recordaba por qué estábamos allí, ni por qué seguíamos el norte unas horas antes; sólo podía recordar la sonrisa achiquillada del anciano que te llamaba chiquilla. Empezó a hacer frío, nos tiritaban las manos. Entonces, como el que recuerda una fecha muy importante que no había tenido en cuenta, espontáneo, sobresaltándote a ti misma, te giraste hacia mi, sin mover los pies de esa isla blanquirroja, me miraste muy adentro y, tras algo que me pareció una eternidad, exclamaste: "me encontré", "podemos irnos".
Deshicimos cada uno de nuestros pasos, de vuelta a tu cama.
Javier Llorente
@Lasendadelsherp
La senda del sherpa
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