Hacía rato que Augusto buscaba algo debajo de la mesa. El resto de los comensales no dejaba de mirarlo, con ese disimulo mal aprendido del que “necesita” inmiscuirse en lo ajeno.
Andrée ya se sentía incomodísima, mirando las miradas, sabiéndose juzgada. Se frotaba las manos y parloteaba trivialidades, mientras Augusto, de cabeza debajo del mantel, seguía en lo suyo y ni siquiera atinaba un: “Mirá vos, che” salvador, que la hiciera sentir menos miserable.
Cuando ya el rubor de sus mejillas rozaba el llanto, Augusto reapareció sonriente como si se hubiera sacado la grande, con algo entre los dedos que Andreé no llegó a atisbar. Puchereando, se levantó tan raudamente como sus temblorosas pantorrillas le permitieron, y salió como ventisca por la puerta del Grand Marnier.
Augusto, guardó el anillo de compromiso en su chaqueta, guardándose también un: “¿Me harías el honor?”, que ni esa vez, ni nunca más pronunció.
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