Cambié el resto de mi vida por un año en el que amé por todas mis vidas. Me quedé en un país donde encontré mi infinito por escasos meses. Pospuse un viaje para irme en unos ojos. El viento tira las palabras en mi cara e inevitablemente escribe sus bofetadas sin que pueda negar mis mejillas. Tomé el riesgo de la sed. Acudí a la boca de la cual sabía que no volvería. El silencio de las dos bocas de donde nacía aquel ahora, por ciertos instantes, en sus recodos, albergó a la imaginación que se valió de ese momento para desterrar al mundo. Derrumbe, crisis e insomnio aúnan sus lineamientos para imperar en mi humanidad: usan los más maravillosos acertijos; las veredas, los árboles, el sabor del imperceptible lunar al ras de su boca, las islas, los golpes de un cautivo entre el pecho que alimenta mi inquietud, su ombligo. Así es como las esquinas y las espinas se desprenden, como esquirlas regadas frente al espejo mental que las multiplica. Es clara su oscura intención de tensión, de azuzar al salto. La conclusión unió al fin y a lo tácito, entonces no fue la calma después de la tormenta, sino la calma de la tormenta. Ciertos aires de exageración al otro lado de la puerta incluyeron al olvido en el resultado de mi inventario. Ahí, luego de aquella silente obra, me convierto en el autor de este dictado, un cúmulo de crisis, derrumbe e insomnio entre bestias de lo esporádico.
Alexander Gómez.
Esto es lo efímero del para siempre. La cicatriz del olvido.
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