La oscuridad y el laberinto
No tuvimos que decirnos mucho, el destino ya nos había escrito antes de sucedernos. Andábamos perdidos y con una extraña ansia de encontrarnos. La hoja huérfana no cuestiona al viento quién es, ni le importa a dónde la lleva, solo se deja arrastrar por él hasta elevarse y perderse en la mirada de lo que deja atrás. Nada le inquieta saberse frágil, entre sus brazos se sabe ave protegida. Tampoco piensa en la inevitable caída, ni en romperse en mil pedazos. En la intuición de su vientre basa la confianza de dejarse llevar por el impulso de volar girando de arriba a abajo en la impetuosidad de su abrazo, a veces caliente, a veces fresco, hasta aterrizar suavemente o estrellarse en algún lado al finalizar el idilio con el viento; quizá con raspones, pero sin una rasgadura de arrepentimiento.
—Me dijo —Qué haríamos, usted en pedazos y yo sin corazón.
Al escucharla, algo se me removió por dentro, sentí una gran piedra que se desprendía en lo alto de mi muralla y se despeñaba en cámara lenta hacia abajo, yo tenía los ojos a prueba de tentaciones, pero la vi con los ojos del alma y caí junto con aquel enorme pedazo de roca. Supe que ella era esa oscuridad en la que podíamos perdernos juntos. Ella era la tentación que estaba esperando el laberinto de mi mente para dejarla entrar sin el trámite del tropiezo.
Oscuridad y laberinto, reunidos por un dios aburrido de la misma historia de Amor, disfrazado de destino, empeñado en tirar los dados cargados de desarmados y desalmadas, sin números rotos ni sueños descosidos.
La oscuridad no puede perderse en el laberinto, lo intuye, lo inunda, le da sentido. La oscuridad se regocija de expandirse libremente por sus pasillos, de apropiarse de las paredes del laberinto y colgarles los cuadros de sus héroes, de pintar las frases de sus autores preferidos, de hallar sus libros favoritos en cualquier rincón y recostarse sobre el piso a disfrutar de leer sobre el pecho cómplice de su nuevo amante, lleno de caminos y ninguna salida sencilla, todas aquellas historias que le llenaron la cabeza de fantasías, de deseos secretos por un hombre, mitad demonio, mitad ángel, envolvente como el pecado y natural como el amor que ahora les brota entre la estocada de una mirada compartida y la carcajada de una broma que solo a ellos envuelve.
El laberinto no puede resistirse a la oscuridad, le ha puesto su nombre a todos sus precipicios y decide lanzarse a sus brazos de dama nocturna. Las grandes pasiones buscan laberintos de ojos bonitos, porque saben que hay amores que arden mejor en la oscuridad. La oscuridad y el laberinto se vuelven una sola pasión. Se reconocen en cada beso. Ella se estremece en su vientre al sentirlo cerca. Él se humedece los dedos para escribir sobre ella, y ella para leerlo, hace lo mismo en lo íntimo de su abrigo. Para el laberinto los ojos de ella fueron todos esos libros en que deambulaba imaginando historias con él de protagonista. La adopta como el sol a la luna que acepta calentar su piel en la distancia. A veces, se desean tanto que esa distancia se vuelve un camino en llamas. No existe laberinto sin oscuridad y la oscuridad solo adquiere sentido cuando puede perderse en lo insondable de alguien más.
Empezamos a recordarnos en las páginas del destino en cada frase pronunciada. Me aclaró que alguien le había robado el corazón equivocado, se había llevado su inocencia envuelta en lágrimas de sangre y había confundido la música que llevaba por dentro con sus latidos. El cobarde había huido creyendo que cargaba con su bomba incansable y en su prisa por alejarse había dejado inalteradas para mi suerte, las dos cosas que más me atraían de ella, su mente de Erato y aquella manera de latir sin corazón.
—El único corazón que puede robarme, es el que tengo entre las piernas —me dijo ella. —ese es el bueno y me late mucho por usted.
Yo no necesitaba más peligros, que la caída de sus ojos, de su ropa y de su boca para saberme tentado. Le propuse escondernos detrás de las letras, en el fondo de las canciones y en los finales de todas las historias de amores errabundos. Inventarnos un mundo nuevo donde podamos borrarnos cada noche y escribirnos al amanecer. Coincidiendo para desnudarnos, poco a poco, despacito, yo escribiendo y ella leyendo. Ella necesitaba un miedo como yo, que le estremeciera el vientre, lo pedía a gritos en la mirada, en las manos y hasta con sus silencios. Necesitaba mis manos para que la escribieran y también para desnudarla no sólo del cuerpo, sino de las partes de su alma que desconocía. Necesitaba mis ojos para que la supieran y mi corazón como guía para encontrar el suyo, perdido en su propia oscuridad de amar.
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