El despertar fueron pasos sobre un
reflejo de papel de arroz. Un día más en que la luz artificial de un bombillo
difuminó hasta esos bosques serenos acunados en las esquinas donde descansaban
mudos del movimiento. La luz, un grito proveniente de una garganta lumínica en
la que su oscuridad radica en su incandescencia, dije, mientras mis pupilas se
dilataban pasando a ser una par de pequeña islas naufragando en las formas que
dictaba el espejo, ese estanque quieto fijado como ventana hacia lo que se
devuelve. Despejo. Miro como una sombra a la que se asoma-a un mar fijo y vertical colgado sobre un rumor pétreo que ha heredado el
silencio ancestral de una piedra informe.
Al volver de la atemporalidad de ser
esos y sus marañas, logro enfocar las estrías que a primera vista parecen
alojarse en el espejo. Lo roto. Aunque extraño, no paso de fruncir el ceño
debido a la extrañeza de aquel evento y me pregunto, ¿Qué diferencia hay entre
lo que ahora veo y el resultado de todos los que soy? Podría acostumbrarme a
vivir con un espejo roto para poder dirigirme cada día a un fragmento diferente
¿En cuántas grietas nos trasformamos al momento de “darnos cuenta” y contarnos
o-irnos descontando en cada interrogante?
Frente a todos en los que me observo,
callo para escucharme. Una indómita curiosidad lleva la batuta en el movimiento
que lleva mi mano en la misión de tocar las grietas que separa mi rostro y
cuerpo entero en pedazos idénticos. Un cosquilleo ligero pero molesto se
apodera de la parte de mi dedo que más próximo a tocar la superficie del
fragmento al que se dirige, un vértigo en la punta de los dedos que se arrecia
mientras más se acerca al espero roto.
Entre aquella tempestad de sensaciones,
infinitas posibilidades revolotean como el exceso de aves encerradas en una
jaula agitada por algún torpe y vetusto dios al que le divierte sentir el poder
de alterar las libertades de quienes nacieron para ser aire. De allí se
desprendía el sentimiento de que todo aquello fuese disfuncional, puesto que
después de tocarlo, posiblemente todo terminaría en una mueca más de burla ante
el reflejo, una media sonrisa seguida de algún sonido infraglotal que borraría
todo y quedaría apilado junto a algún perenne rincón de la memoria.
Entonces pude sentir el frío cristal. La
anormalidad de que no se hundiese, ni craqueara ante la presión de los dedos,
entonces el valor de palpar con ambas manos se convirtió en desasosiego ante
aquel mar petrificado con la esperanza, en última instancia, de sentir el corte
que evidenciara que lo que se reflejaba era causa de la ruptura del vidrio
frente a mí. Contrario a ello, permanecía liso, intacto, incólume. Al cabo de
un instante, ambas manos olvidaron la posibilidad de los cortes que podría
ocasionar los fragmentos, las mismas manos que escudriñaban eso que mis ojos
aún no creían, esos trozos, estos pedazos, al fin entendieron, entendimos, que
no había un espejo roto, sino un roto en el espejo.
Alexander Gnomo.
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