Sus abrazos tenían la infrecuencia de quien suelta un grito sólo cuando llueve, y no puede más que estallar en gotas o dejarse derramar. Conocía las palabras mejor que cualquier especialista en crucigramas. Sabía silbar bajo justo en el minuto en donde la tarde cambia la mañana. Me conocía los atajos, los callejones sin salida, las curvas abruptas y las avenidas, pero jamás me delató. Andaba en bicicleta por el barrio con ese don de gente que conoce todo el mundo, y esa pureza de quien sin haber viajado, sabe que no amaría ningún sitio más que a su suelo. Guardaba monedas viejas en una lata, con la pasión de un anticuario. Tomaba mate sin parar, y no gritaba lo goles de su club por pura cábala. Era un hombre de confianza exhibida sin pudor. Era un sabio en mi mundo sin héroes. Además era mi abuelo, y lo extraño.
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