Caminamos lentamente hacia el pórtico.
Inocentes, jóvenes e inexpertos. Esperando algo sin saber que era. Tomaste mi
mano. Sudor frío, saliva, dolor de estómago. No había mariposas, solo
deliciosos retortijones.
Moviste tus dedos, nervioso, pálido y
como siempre, hermoso, y mío, tan mío que podía gritarlo al mundo sin duda
alguna. Entrelazaste nuestros dedos y torpemente deslice mis dedos por el dorso
de tu mano, trazando sueños en tu piel. Estremecimiento, sudor, saliva.
Nos miramos apenas un segundo, desviando
la mirada como si escondiéramos algo. Mis manos temblaban, sonreíste.
Tus ojos brillaron y supe que algo iba
a pasar. Sentí como soltaste tu mano y el vació me ardió en la base de la nuca.
Limpié mis manos, nerviosa, estremeciéndome al roce de tu mano cruzando por mi
espalda. Sudor, saliva.
Tus dedos flotaban temblorosos sobre
la delgada tela de mi blusa, podía sentir el calor de tu mano, mi piel
erizándose deseosa de un no sé qué que solo tu me podías dar. Cerraste tu mano sobre
mi hombro.
Quise abrazarte pero seguíamos
caminando. Podía oler tu aroma, ese conjunto de loción y delicioso aroma a
hombre, a playa, a sal, a ti. Sentí un repentino impulso de lamer tu cuello.
Llegamos a la verja que daba a la
calle, la abriste para mí y nos separamos porque el paso era estrecho. Frío,
estremecimiento.
Miramos la puerta como si fuera una
sentencia de muerte y en ese entonces lo era. Me miraste acalorado de repente,
con las mejillas sonrosadas; directo a los ojos como robándole a mi corazón el
último trozo propio. Tuve miedo, taquicardia, frío arriba, calor abajo, anhelo.
Tomaste mi rostro, como si me
rompiera, delicadamente, y yo deseé tu piel sobre la mía.
Miraste mis labios. Ya no pensaba
nada, todo era manos, piel con piel, playa, sal, tú. Tu aliento en mi frente, creí
que mi columna había salido volando en algún suspiro. Ya no podía sostenerme y
adivinándome tomaste mi cintura, deslizando tu mano por mi cuello, quemando,
desintegrando cada poro que tocabas. Deslizaste tu nariz sobre la mía, cerraste
los ojos y compensaste su ausencia con besos. Una gota de sudor se deslizo por
mi espalda, trazando un mapa para tus manos. Besaste mi mejilla. Mis labios
querían encontrarte y se quedaron entumecidos de deseo. Sentí tu pecho contra
mí, todo tú, toda yo. Ya sentía la humedad de tu boca en la frontera de mis
labios. Me besaste. Fuimos uno. Y exploté en mil partes, todas con tu nombre
escrito en ellas. No había vuelta atrás, ya era tuya, desde los dedos de los
pies hasta los anhelos ya te pertenecían sin excepción. Fue apenas un segundo, pero fue nuestro, del
ser que formamos en ese instante, ya yo no era un yo, ni tu eras un tú. Fuiste
mío y yo tuya, nos robamos del aliento el alma.
Caminamos a la puerta, nerviosos,
anhelantes y dijimos adiós por una noche.
-Hasta otra noche.- dijiste.
Fátima Li
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