Fue así como
intenté poner remedio a mi obstinada languidez. Por lo pronto, nada de nuevas
aventuras. Conservar las calorías al máximo. Enseguida, el matrimonio y la
mantecosa felicidad conyugal. Finalmente le di el sí y planté mi cepillo de
dientes en el marmóreo baño de su palacio campestre. Sin faltar a la verdad, el
nuestro fue uno de esos afortunados segundos matrimonios. Pero, respecto a lo
otro, todo fue en vano. Con disimulada envidia veía a mi mujer entrarse en
carnes cada vez más suculentas al paso de las estaciones, lo mismo que nuestros
seis frondosos cerditos. Mas poco a poco dejó ella de alimentarme con el ardor
primero que le daba la esperanza, y a los abundantes tamales y moles se
sucedieron sobre la mesa las crudas verduras de la resignación. Ni con toda su
brujería pudo Circe engordarme.
‘Eussebio Manguera’.
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