Ella mira el cristal, no hay nada afuera de la ventana, nada que le llame la atención al menos; el mundo girando por leyes cósmicas que no comprende del todo; mala gente disfrazada de buena gente, y viceversa; alguien que acaba de romper una ilusión, y alguien más que acaba de ver nacer una; ¿a quién le importan esas cosas?, si mira el cristal y no puede ver más allá, porque más acá tampoco consigue verse.
Él también mira el cristal, la ventana es apenas una muestra y él ambiciona todo lo que haya afuera; el mundo es su plato preferido, y quiere comerlo a mordiscos grandes, saciarse entero y volver a empezar una y otra vez, como sino existiera ningún: basta; ¿a quién puede importarle otra cosa?, si la ventana invita, y él ya puede verse como su huésped favorito.
Ella piensa en él y enciende un cigarrillo; hace horas que lo piensa y no logra moverse del sillón, frente a la ventana, encerrada hacia afuera; sabe que debería cerrar los ojos y descansar, pero el insomnio es su aliado y la sabe llorar mejor que nadie.
Él piensa en ella y apaga la luz; hace horas que debió llamarla y no logra entender por qué promete lo que luego no sabe cumplir, pero sólo puede pensar en dormir un rato, hasta que se se inicie el juego que mejor sabe jugar: cabalgar la noche sin montura y sin caerse; la misma noche que es su aliada y lo entiende como nadie más.
Ella llora porque ya no quiere soñarlo.
Él sueña que ya no sabe hacerla reír.
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