La primera vez simplemente supe que estaba ahí. De rodillas y con los ojos cerrados, apoyé mis manos en el muro. El frío y la humedad invadieron mis dedos, subiendo por los brazos. Insistí. Pronuncié su nombre sin pronunciar palabra alguna. Canté para él, en silencio y con cuidado, una vieja y casi olvidada canción de cuna. Nos dormimos juntos, sólo separados por el imposible muro.
Desperté sabiéndolo en el cuarto. Abrí los ojos algo asustado por el cómo, el por qué y el cuándo. Decía que abrí los ojos y él ya me estaba mirando. Lo miré a los ojos, me miró otra vez, nos miramos. Quizás nos reconocimos. Quizás nos esperábamos. Dominamos el impulso de abrir la boca y el escozor del llanto. ¿Cuántos años habían pasado? ¿Cuántos kilómetros recorrimos por los caminos que ya olvidamos? ¿Cómo llegamos a estar otra vez frente a frente casi tocándonos? ¿Por qué el círculo nos seguía guiando? Llegó la noche y nos dormimos como habíamos despertado.
Desperté otra vez solo en el cuarto. El paño rojo que cubría el espejo, estaba en el suelo, sucio y gris, todo pisoteado. Miré más allá de su fría superficie. Ahí, al final del pasillo, parado al lado de la puerta del cuarto, él me esperaba. Me miró sonriendo y con la mano derecha me invito a regresar al lugar del que nunca me había marchado.
Rubén Ochoa
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