Esa noche prendí un cigarrillo mientras tomaba el último café. Miré la hoja en blanco y como siempre pensé: “No se te ocurre nada”, y volví a sentir la punzada en el pánico de escritor. Es que no escribía, y no escribía hacía rato ya; dos meses, seguramente. El aguijón del miedo me hacía sudar los dedos al pararme frente a la hoja, una y otra vez. Si no volvía a escribir, parecía el temor más grande. Si ya no sabía qué escribir, era el terror real. Pasaban los minutos y nada, blanco, cero, ninguna esperanza. Entonces sucedió ESO. Vi letras en la hoja sin haber tecleado ni una. Leí un texto que se armaba frente a mis ojos y no era mío. Pero estaba solamente yo frente a la hoja. El relato era bueno, me costaba admitirlo, pero lo firmé. Nunca confesé el plagio, porque desconozco al autor real.
-.-
Nota: Dedicado a todos los anónimos que toman como propias las letras ajenas. En twitter, en facebook, en un blog, una revista y en la vida.
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