Yoya es pequeña, menuda y muy morena. Tiene cuatro años y trabaja a pesar de su corta edad. Es hija de una mujer que nunca tuvo más que lo necesario para sobrellevar la vida en una gran ciudad, y tiene cuatro hijos. La mayor tiene quince años. A ésta le sigue un hermano, quien lava coches en un estacionamiento y tiene diez años. Paco y Yoya venden chicles en la esquina de una transitada y peligrosa avenida. Paco sólo tiene siete años, pero él y su hermanita trabajan duro.
Ellos viven en una vecindad, amontonados todos en un cuarto. Se levantan muy temprano en la mañana, cuando su hermana mayor está apenas regresando de trabajar, pero todos fingen que no saben lo que hace. La madre prepara el desayuno, que de seguro serán tortillas con chile y un vaso con agua de la llave. Paco y Yoya se preparan para comenzar su jornada. La señora que vive al lado les consigue la mercancía, pero deben entregarle la mitad de lo que junten entre los dos. A veces Paco esconde algunas monedas en sus bolsillos y se las entrega a su madre. Paco y Yoya caminan hasta la esquina de la avenida, que está a varias cuadras de su casa. En la mañana, el frío congela sus pies sin calcetines, y al mediodía el calor abrazador les quema la piel morena.
A esa hora, comen lo que encuentran. A veces no terminan el desayuno para poder comerlo después. A veces un alma caritativa les regala un pedazo de pan. A veces se comen un paquete de chicles entre los dos, y siguen paseando sus caritas por entre los motores rugientes de los autos que se detienen ante el semáforo de la esquina. En la tarde, sus mercancías ya no se venden, así que las toman y caminan despacio de vuelta a su casa.
Como la casa es un infierno, Yoya y Paco caminan muy despacito, pensando que cuando lleguen con los cinco pesos de chicles que vendieron hoy, su madre se pondrá furiosa. A Paco lo asusta con sus gritos, pero es Yoya la que debe soportar los escobazos en la cabeza. Y es que Paco corre más rápido.
— ¡Tonta!— le grita su madre a Yoya.
Un día Yoya no puede dormir. Le duele el estomago, pero no es el dolor habitual que siente cuando tiene hambre. El dolor es tan insoportable que se retuerce y llora. Su madre le grita que se calle, pero ella no puede. El dolor es demasiado fuerte. Paco se levanta y toma la manita de Yoya entre las suyas.
— ¿Qué te duele Yoyita?— le pregunta Paco llorando.
Yoya llora toda la noche. En la mañana, su llanto ha cesado. Yoya no despierta.
— ¡Condenada chamaca!— refunfuña su madre.
En esos momentos entra la vecina chismosa a enterar a la madre de Yoya que alguien le envenenó al gato y está muerto, y Paco recuerda haber visto a Yoya comer algo que recogió del suelo. Y está muerta.
Nadie más que Paco lamentó la pérdida de su hermanita, pero sabe que dondequiera que ella esté, va a cuidarlo. Se lo dijo el señor cura "Yoya no te abandona. Ahora ella es más feliz".
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