(…) y les juro que perdí la voz.
¿Cómo explicarles mi martirio?, o lo que es más triste: ¿cómo pretender que puedan vestirse en mis ropas, por un instante al menos, y padecer lo que yo vivo con la habitualidad del diario en las mañanas y el cigarrillo después de las comidas?. Sólo puedo decirles que oigo voces todo el tiempo. Desde que tengo conciencia de entender algunas cosas del mundo, vale decir, desde que abandoné como propios los mandatos y consejos paternos, y comencé a formarme una opinión más personal acerca de las religiones, las modas, los eventos culturales, las cuestiones sociales y demás, yo escucho voces.
Algunas leves, más parecidas a un suspiro, otras como metidas en una caja de resonancia; unas con apremios angustiantes y otras con consejos alentadores; unas a medianoche para desvelarme los sueños, y otras en pleno día, sin pudor a plena calle, sin recato en medio de un almuerzo de trabajo o en la junta de patrocinadores de un Centro Cultural; vozarrones y murmullos metidos en mi mente, que al principio me hicieron pensar en una lenta y gradual pérdida de mi lozanía mental; voces en la almohada, en las paredes, entre besos, entre sollozos.
¿Entienden el significado del latín?, yo lo aprendí con una de las voces, que se pasó susurrando versos apocalípticos de vaya uno a saber qué biblias profanas, durante una semana entera en mis oídos. ¿Comprenden la química extraña de los átomos?, una voz demente con protones y neutrones de doce días. Y así un mundo de revelaciones sin sentido. Un millón de conocimientos que nunca pedí obtener. Pero que tuve y tengo por ellas.
Oigo voces en el pasillo, justo cuando estoy mirando mi programa preferido, o cuando me quedo embutida en alguna lectura constructiva, y luego de oírlas nada es lo mismo: ahí nace la terrible necesidad de acallarlas, prestarles atención, quitarlas del paso con contestaciones inútiles, entablar conversaciones incoherentes con interlocutores incorpóreos que siempre ponen en duda lo que digo, hago y siento, ganas de patearles el trasero y mandarlas a dormir sin reparos, ganas de que me dejen sola y ganas de su compañía, que siempre hacen menos solas mis tardes de domingo.
Claro que mis voces me han acompañado desde la niñez, pero en aquella época no podía, ni sabía, reconocerlas como tales; únicamente tiempo después, entrada ya en la adolescencia, algunos recuerdos infantiles me trajeron a la memoria episodios con las voces: en la plaza Arenales, a punto de subir al tobogán, alguien susurrando por lo bajo “No te tires, tendrás tiempo de caer tarde o temprano”, y en aquella heladería de Devoto, justo antes de acabar con mi postre de fresa favorito, alguien canturreando en mis oídos un “No termines aún, tendrás tiempo de acabarte la dicha de un solo trago cuando esto sea nada más que un recuerdo”. Cosas así todos los días, antes del baño matutino, después de los cartoons y el café con leche, frases hilvanadas por un monstruo ciego, cuyo rostro nunca pude ver: “Aún no es hora de probar cuanto vales”, “Alguien te demostrará que es cierto lo que temes”, “Bravo! Continúa! No te detengas!”, “Que lindo es ver cómo sonreís”.
Y ya mujer, en épocas de cafés filosóficos y carreras de postgrado, chistes malos y clichés en mi oreja todo el tiempo: en medio de un examen final de Psicopatología, una voz de viejo gritando: “Nunca digas nunca, nunca digas siempre, no digas palabras que te comprometen” y en la cátedra del los viernes, entre las explicaciones del Profesor Echeverría, una voz infantil diciéndome: “¿Te sabés el cuento del gallego que se perdió en el desierto?”.
O cuando entablaba mis postulados más vehementes en el bar de Cerrito, esas bromas bajas a la hora de ver un pordiosero, una anciana coja, un chico callejero, dando vueltas en mi cabeza, aniquilando cualquier postura enarbolada, revolcando por el fango mi atención, y entonces las caras de asombro de los otros por mis silencios abruptos, las miradas raras cuando las malditas voces irrumpían, muy a mi pesar, en cada resquicio de mis conversaciones, y al diablo con mi paradigma más coherente, y al diablo con mi pose de buena chica, valiente y luchadora, después de las voces yo no era nada más que un fantasma, muda, soportando un sin fin de vacilaciones. Voces putas, que machacan en mi psiquis pensamientos funestos pensados por mentes agrias. ¡Voces putas! que me hacen olvidar lo que pienso y lo que dejo de pensar, con sus cavilaciones frenéticas. Voces putas.
Ahora mismo, cuando escribo este texto, una de las voces pugnando por entrometerse, por dejar en claro su posición, por molestarme hasta la médula. No importa si es la voz de un pasado reciente, o la voz clarividente de un futuro que no imagino, todas ellas, las voces que me atormentan, son un padecer con el cual convivo desde el amanecer al alba. ¿Cómo no negarme a aceptar este injusto destino, entonces?. ¿Cómo no suplicar un poco de silencio entre tantos aterradores ruidos?. ¿Cómo no invocar un basta mayúsculo, en letras góticas de the end hollywoodense para tanto desatino?. ¿Cómo hacer para no odiarlas, si más me empeño y menos consigo quitarlas del paso, sacarlas del alma?.
Y el miedo, ¿no les hablé del miedo, cierto?, el miedo que antecede a su llegada y el miedo que la precede. Miedo de que aparezcan en el momento menos oportuno, como suele sucederme, y hagan trizas cualquier plan elaborado, cualquier “¿Te dije que te quiero?, “Yo también pienso lo mismo”, para aguijonear con dudas, para decirme mentiras al oído, para inventarme odios que no tengo, y hacerme quedar en ridículo. Miedo de que desaparezcan del todo, miedo de su ausencia permanente y me quede sólo el eco de sus ruidos, ¿podría acostumbrarme de nuevo a vivir sin su suplicio?, ¿serían demasiado quedas las tardes sin sus gritos?. Miedo también de no poder hablarles, y discutirles cosas burdas, o alegrarme con alguna de sus salidas ridículas o sus pedanterías más bajas. Miedo cuando me asustan con ideas de muerte, y relatan con pelos y coágulos mi propio entierro. Miedo de envanecerme con sus halagos, sus ideas de una perfección que no me asiste, o cuando mienten una gloria que jamás podría envolverme. Miedo de ellas y miedo sin ellas. Miedo todo el tiempo como si no pudiera más que someterme a sus tormentos.
Hasta que recién se callaron (…)
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