Tanto maquillaje para que no se note. Tanto disimular las ojeras, la desazón del alma, el llanto contenido, y el insomnio. ¿Y para qué? Si al fin de cuentas sopla cualquier viento leve, y se quiebran las murallas que inventamos, tratando de preservar un reino en ruinas, que parece más un castillo de arena, que una fortaleza.
Allá va, entonces, el esmero de la sonrisa inventada, y el chiste fácil que enarbolé como ancho de espadas, en un truco que sola me juego con el espejo. Allá va la intentona de frase hecha “es mejor así”, “peor era no saberlo”, y se queda en el charco del cordón, burlándose socarrona de la mismísima conciencia de saberla cierta.
Allá va, insisto, el respirar profundo si falta el aire, la vergüenza de saberme ciega ante carteles de neón. Y todo lo demás que podría decir también en tres palabras: él me engañó.
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