Su tez blanca, su cabello profundamente negro y sus ojos de azabache enmarcaban su belleza sin par, su
adolescencia altiva, su figura de mujer y su luminosa alegría. Con ella, siempre a su lado, un gato blanco
como la nieve, con ojos intensamente azules, dócil y amable, su compañía por siempre.
Melibea, sacerdotisa de la soledad, vio pasar los años y con ellos, su belleza fue acumulando hojas de
calendario. Su cabello descubrió las canas y sus ojos se hicieron cada vez más claros. A su vez, el gato,
siempre a su lado, fue tiñendo su pelaje con extraños visos de negro profundo y sus ojos se oscurecían como
la noche.
Una mañana de abril, fría, lluviosa, Melibea exhaló su último aliento y se derrumbó sobre un lecho de hierba
fresca. Su cabello era blanco como la nieve y sus ojos sin vida, dejaban ver un azul intenso que evocaba el
agua de mar. Siempre a su lado, el gato, ahora negro como las tinieblas, con ojos de azabache, maulló su
dolor junto a su cuerpo inerme.
Esa noche, un rayo de luna se posó en la humanidad rígida de Melibea e hizo visible la palidez de su rostro.
El gato, siempre a su lado, al notar que su espíritu ascendía por aquél hilo de plata, se tornó en una grácil
mariposa negra. Desplegó sus enormes alas y voló errática en dirección del firmamento. Al alcanzarlo, se
posó sobre cientos de luceros que al percibir aquella sombra que los cubría, cesaron su destello.
Si miras con cuidado a la bóveda celeste y tienes suerte, en alguna noche de abril, verás cómo una multitud
de luceros rodea la silueta inmóvil de una hermosa mariposa negra.
Fernando Herrera H.
Twitter: @Sor_Tilegio_
Blog: http://elpaisdelasagujas.
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