El espejo retrovisor
El primero en sorprenderse ante la descabellada idea fue el tipo que
lo observaba desde el espejo retrovisor, muy parecido, sino idéntico, a
ese que era antes de abrirle la puerta a… a eso; aún no sabía bien a
bien que era, ni sabía si existía un adjetivo que lo dibujara en su
mente pero sin darle vida, sin apretarle las costillas hasta hacerle
pasa el corazón. Sentía en la columna vertebral y en las pelotas el
miedo a darle cuerda a la idea, dejarla deslizarse hasta lo más profundo
de un abismo en el que se encontraría a otra versión de si mismo, pero
más retorcida y que la usaría para escalar hacia la superficie; en
verdad lo asustaba todo eso. Se dio cuenta que no podía olvidarla, pero
tampoco podía evitarla, ahí estaba el pensamiento diminuto como
ajonjolí, echando raíces en la tierra de las fantasías, acechando en la
parte más oscura de su conciencia como un francotirador anónimo en un
rascacielos, como un asesino despiadado esperando que su victima pisara
medio metro sin luz para dejarle caer encima todo el peso de su sombra y
hundirle el cuchillo que transforma a un hombre normal en un depravado.
Era un mediodía normal, los rayos del sol pegaban en la ventana del
chofer y lo obligaban a traer la visera abajo, volteada hacia el sol. Él
iba manejando su viejo cacharro color tinto oxidado, tan sucio por
fuera como por dentro, tan sucio por todos lados como ahora se sentía a
si mismo. En el aparato de sonido se reproducía “Nebraska”, una canción
de El Jefe Springteen, cuando la vio parada a unos cuantos metros del
semáforo donde ahora hacían alto todos los coches. Era una mujer sin
mayor atractivo que ser mujer, chaparrita, morenita y medio gordita, con
un vestido entallado a mitad de los muslos, hablaba por un celular y
masticaba chicle. En cualquier otro momento habría pasado casi
inadvertida, pero no en aquel, no para él. Ni siquiera volteó a verlo,
ella ni se enteró de la avalancha de sombras que se desató en uno de los
muchos hombres detrás de un volante que voltearon a verla, como perros
olfateando a su alrededor por si les llegaba el olor de un buen hueso o
una buena perra en celo. ¿Quién era esa mujer? ¿Era solo una mujer
anónima que hablaba por teléfono con una amiga o algún galán anónimo
ella y con el cabello relamido en gel mientras esperaba el colectivo?
¿Era acaso una prostituta que estaba haciendo stop en esa esquina,
esperando unos cuantos billetes para guardar en la cartera sudada que
portaba en la otra mano? ¿Era solo un pretexto para que por fin se
despertara un monstruo que ni siquiera sabía que dormía bajo su piel?
Todo eso lo pensó justo antes que cambiara su luz y justo antes que
sintiera una punzada entre las piernas, tan solo un chispazo sin llegar a
flama, un poco de sangre bombeada a medio gas hasta su entrepierna.
Por un momento pasó por su mente dejarse llevar, ¡pero no!, no quería
materializarlo, pero era una idea que cayó en su cabeza así, como un
rayo en la apacibilidad de un pueblo abandonado, inevitable y silenciosa
si no había nadie que certificara el ruido de la caída. ¿Qué se
sentiría ponerlo en su boca, pegado a sus labios cerrados y luego
abiertos?, quizá al principio, flácido y adormilado. ¿Cómo sería la
sensación de sentir una boca distinta a la ya tan conocida boca de su
esposa? Quizá sentiría en la lengua de la mujer la misma frescura del
chicle que masticaba sin descanso. ¿Sería acaso caliente, rasposa y con
la turbia humedad de la cavidad prohibida? ¿O sería helada y sin lo que
se necesita para provocar el despertar del animal? Ahí estaba ya, lo
había pensado para si mismo y ya no había marcha atrás. ¿Sentiría algún
tipo de asco por el olor a sudor del mediodía y aroma a perfume,
seguramente, barato de la gordita? ¿O por el contrario, cerraría los
ojos y se rendiría al placer infinito de que se lo chupara con la
pericia lenta y medida de una puta que sabe retribuir con justicia cada
peso cobrado. ¿Se vendría rápido o por el contrario notaría como, al
encontrar desconocidas las caricias, se le escondería el orgasmo detrás
de su indignada conciencia, como duro castigo por sucumbir al placer de
la carne dentro de la carne? ¿Cómo sería el pago? ¿Cuánto costaría que
se lo chuparan hasta que se le derramarán las ganas? ¿Se lo bebería, la
mujer, todo, sin hacer gestos y luego seguiría masticando su chicle
ahora con sabor a esperma y menta? ¿O abriría la puerta para escupirlo
en el pavimento? ¿Diría algo o se limitaría a tomar su dinero y regresar
a la esquina a esperar el siguiente cliente? ¿Se lo chuparía sin
lavarse la boca? ¿El habría sido el primero, justo al empezar su puta
jornada? ¿O era uno del medio y por lo tanto, en su miembro estarían ya
las células del orgasmo de otro macho?
Luego pensó en su esposa, si ésta sería capaz de detectar, aún días
después de su descarrilamiento, el sabor de otra saliva o el sabor a
traición en el esperma que por segundos almacenaría una vez más en su
boca. ¿Le miraría a los ojos mientras lo chupaba, como tratando de
adivinar qué era lo que encontraba diferente en su carne inflamada o
desecharía la idea y seguiría chupando con los ojos cerrados pero la
mente inquieta sin saber por qué? ¿Lo dejaría a medio orgasmo al
percatarse que ese miembro ya no le era exclusivo y correría a vomitar
al baño? ¿O lo mordería con furia hasta dejarle un dolor tan grande como
su tristeza, como su ego de mujer malquerida? ¿Haría maletas y tomaría
los niños para irse a refugiar bajo el techo paterno? ¿O las maletas que
haría, serían las de él, con montones ropa apretujados por la prisa y
por la ira? ¿Y si se colaba a los diarios, como esos famosos que los
atrapan con la bragueta abajo y las ganas dentro de una puta? ¿Lo
correrían de su trabajo por depravado o se convertiría en algún tipo de
apestado para hombres y mujeres? Secretamente admirado por unos y tal
vez deseado y a la vez repudiado con sentimientos encontrados por
aquellas mismas mujeres que hasta entonces lo había ignorado. Dio vuelta
en una manzana, a dos cuadras se apreciaba la silueta larga de 12 pisos
donde estaba su hogar, su mundo y su futuro.
Volvió a pensar en la boca de la gordita, en el labial gastado y la
piel quemada de sus labios medianos, volvió a preguntarse si valdría la
pena meterse en esa boca, deslizarse en esa lengua desconocida. Se
preguntó si después de morder la manzana prohibida, le surgirían deseos
de dar otro tipo de mordidas, de meterse en otro tipo de lugares
prohibidos, de darle rienda suelta a otro tipo de fantasías, de dejarle
abierta la puerta a un monstruo que llevaría su mismo nombre, pero que
no sería el mismo hombre que miraba en el espejo del baño cada mañana
antes de ir al trabajo, el mismo padre de familia, normal y urbano, que
se despedía de su esposa y de sus hijos 6 días a la semana.
Mientras ponía la palanca de velocidades en “P”, jalaba el freno de
mano y apagaba la marcha del coche, volteó lentamente hacia el espejo
retrovisor. Sin importar las respuestas a todas sus inquietudes, se dio
cuenta, con sorpresa y horror, que ya no estaba en el espejo el hombre
que había visto en ese mismo espejo cuando hacía alto en el semáforo
unas horas atrás y una gordita masticaba chicle, con un celular de
teclas gastadas al oído; se percató que en el espejo, ahora lo miraban
los ojos del monstruo en el que se había convertido.
Renko
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