martes, 5 de noviembre de 2013

De tu agonía no se regresa vivo



Bajo tu cielo y encima de tu infierno aprendí a morir. Me enseñaste que la vida se lleva en las yemas de los dedos y al filo de los dientes.

Aprendí que de nada sirve una vida sin esos instantes de agonía en los que se está al borde del precipicio en los labios de quien se ama. Que las sonrisas de amor si son robadas son mejores y que los momentos de ausencia si tienen un nombre propio también están bautizados con la esperanza de un regreso.

Me enseñaste que la vida se disfruta lento, al compás de un oleaje en una playa y al ritmo de tus manos. Que el amor se susurra al oído para que entre despacito acariciando el alma. Descubrí que hasta los latidos cambian su ritmo si brotan al ritmo del amor, que los míos sonaban mejor cuando estabas conmigo y que ahora pasan hambre de ilusiones al recordarte.

Los amaneceres pesan en los ojos nublado las sonrisas. Me faltas en la piel, en la sangre palpitando en las mejillas, en los minutos y a cada segundo.

Aquí las noches no son eternas, la piedad del sueño vence a la inclemencia del insomnio y aunque mis ojos estén cerrados, mi mente sigue enredada en tus brazos, y mi piel se adhiere al aliento invisible de tu recuerdo. Ya no estás, pero cada noche te siento acomodarte al lado mío y descanso en el consuelo de la fantasía.

Que manera tan lenta de morir agonizando en la hiel de tu ausencia. Y es que amor, tú solamente me enseñaste a morir de una manera, delirando tu nombre a gemidos, inundando la piel de impaciente deseo.

Quiero volver a sentir tu fuego centellando en mis venas, con todo mi cuerpo a la espera de la simple posibilidad de tus dientes entrando en mi piel, que mi boca se pliegue a tus deseos perversos y tu espalda se distienda una vez más en glorioso éxtasis.



Ana y Renko


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