Hienas enjauladas
Ejercicios para calentar la pluma
Había tardes en febrero, en esas horas que la nostalgia se desborda, que los recuerdos —como hienas enjauladas— cavaban zanjas deambulando de un extremo a otro en su memoria, lo que hacía entonces era llevarlos a pasear por la ciudad, agazapados en su gabardina y con la consigna de no hablar, con la intención de alejarlos del viento en su pecera de cemento, enrarecido de tanto suspirar. Eran ocasiones en que sus zapatos se guiaban solos y cuando menos lo esperaba el eco de sus tacones se escuchaba ladrando sobre los descoloridos adoquines de la Bolívar, a paso lento, como buscando en el aire el último aliento de su perfume, su silueta caía a medio metro de las paredes de los viejos edificios pardos de once, de siete y de cinco pisos, algunos carentes de rejas y otros con guardianes de piedra: leones y parejas humanas colgando inmóviles en las alturas, mudos observadores del andar del tiempo y de la humanidad aglomerada, como hormigas andróginas de dos patas. Sumido en el silencio y rodeado de grandes y maltratadas casas verticales con paredes rugosas y de cristales alargados y rectangulares, escondiendo cada uno sus propias penas y dramas, con las manos guardadas y el corazón queriendo escapar por los pulmones, recorría la antigua avenida, sin prestar atención en sus locales de perfumes clonados, las cortinas cerradas de la vieja Palestina ni en la impotente tristeza de una librería cada día más huérfana de lectores que cambiaban la obesidad de los libros por la anorexia gráfica de las revistas ofrecidas en los puestos de periódicos, que forrados de laminas verde militar se camuflaban en la selva de asfalto de la gran Tenochtitlan. Con pasos despreocupados, él iba esquivando los rostros anónimos de transeúntes, vendedores ambulantes y mendigos de espiritualidad y metal, aspirando grandes bocanadas de aire, limpiando sus pulmones del recuerdo de ella. Era entonces que se metía en alguno de los cafés de la Cinco de Mayo o en el Museo de la Cerveza, a emborracharse con el fantasma de sus risas, a fumarse un cigarrillo liado con servilletas y ayeres molidos, se quedaba horas platicando con su fantasma de cabellera oxidada, provocando sus risas translucidas y picando aceitunas para aventarlas al abismo de una garganta imaginaria. Casi para la medianoche se terminaba el hechizo del paseo y los gritos desaforados de los recuerdos se aplacaban hasta volverse un murmullo de grillos conversando en secreto, pagaba la exigua cuenta, bebía el último Martini y abandonaba el local, en su camino de regreso volteaba a las estrellas, saludaba a los leones insomnes de los muros y escrutaba los pisos de cada uno de los edificios, buscando la familiaridad del hogar perdido, sus zapatos caminaban en automático de regreso al silencio y la soledad, de vuelta a su auto exilio de la vida, con los demonios de la melancolía exorcizados, liberados entre suspiros al viento y aceitunas con ginebra. Maldito febrero, chiflaba el viento en las solapas de su gabardina.
Renko
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