Los papás no deberían irse nunca.
Sobre todo si son grandes y fuertes; sobre todo si sus abrazos son los mejores del mundo.
Sobre todo si cuando traes chueco el corazón, son los únicos que saben cómo acomodarlo.
Mi papá me levantaba en sus brazos, lo mismo a mis cinco años que a mis treinta; me sentaba en sus piernas, me abrazaba muy fuerte y preguntaba con esa voz grande de papá:
—¿Qué tiene mi niña?
Entonces yo lloraba con el mismo sentimiento de mis cinco años. Yo, su bebé de treinta. No era necesario decir más, él siempre sabía:
—Ay mi flaca, cógete al cabrón que quieras, yo pago el hotel, ¡qué chingados!
Yo me doblaba de risa mientras las lágrimas se iban secando sobre mis mejillas, y su olor eterno a loción y cigarrillo me envolvía. Me regresaba de nuevo a la vida, me daba la fuerza para seguir andando con la protección de su sombra en mi espalda cual cobija.
No, los papás no deberían irse nunca. Al menos no sin haber sabido lo importantes que son en nuestras vidas.
Mónica
@mosquirrina
Móniquita hermosa, me conmueve tu relato... Te abrazo desde aquí.
ResponderEliminarQue hermoso relato. Que bendicion que lo tuviste y seguiras llevando toda tu vida. Eres muy afortunada :)
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