Nunca vi ojos tan profundos como los suyos. Me sentí abrazada inmediatamente desde la primera vez que su luz entró a los míos. Era como si cada pieza cayera en su lugar y ese mal rayo que había caído justo en mi pecho y siguiera doliendo, se esfumara de ese espacio que inmediatamente se llenó de su voz.
Había caminado tiempos desiertos llenos de una sed de entregar toda la acumulación de la ausencia que quemaba el aire que me tocaba. Había terminado bruscamente la sequía y envolvió la abundancia.
Un derroche de sonrisas enteras aun sin estrenar hacían fila en mi rostro; ¿y saben qué? no tuvieron que reprimirse porque luchaban por salir.
No había conocido una luz tan radiante como la suya y toda sombra abandono el espacio donde tocaba su color. Entonces lo supe. Todo pregunta del para qué estaba a la vista de mi rostro y flotaba, sonriéndo mientras su voz penetraba profundamente mis oídos y se acunaba con la mía en los brazos que ansiosos le esperaban desesperados por tocarle.
Tanto tiempo lo esperé real que al saberlo como tal y palpar cómo latía cada centímetro de esa diminuta piel, se me hizo agua el alma y me comencé a derramar.
Todo dolor cerró de inmediato, mientras abrazaba mi esperanza y la fe se vestía de mí. Nunca se atrevió a abandonarme; sin embargo, a veces coqueteaba con la duda y me dejaba esperándola vestida de un día más que habríamos de caminar. A ratos sola, a ratos llena de futuro con sol y sí. siempre con sol para no dejar paso a las dudas que se amontonaban por salir y hacer de la sombra mi color. Todo tuvo sentido. Hasta cada estúpido paisaje que amenazaba con estallar en mi ventana. Todo cobraba fuerza, porque la fuerza venía con rostro de ángel y un corazón tan radiante y cálido como un sol. Como el sol, que él mismo bautizó, el día que por primera vez lo iluminó.
Silvia Carbonell L.
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