Cerré mis ojos y juré no volver a abrirlos. Susana me suplicó que olvidara lo ocurrido, que la perdonara, que ser un ciego voluntario era un capricho tonto. No accedí. Con el transcurso de los días la vida se convirtió en un martirio para ella. Me tenía que llevar la comida donde yo estuviera, ayudarme a caminar por la casa y, en vista de mi incapacidad para trabajar, renuncié.
En ocasiones, mientras Susana me preparaba el baño, o me peinaba, la oía sollozar. Pude imaginar cómo sus lágrimas corrían por su rostro, cómo la garganta se le anudaba de tristeza. Jamás volvió a insistir en que yo abriera los ojos. Casi sentí pena por ella, pero mi decisión había sido tomada; si me mostraba débil la única afectada sería ella. Yo sólo quería su bienestar.
Cuando empezó a faltar el dinero Susana consiguió un empleo que la mantenía fuera de casa hasta muy tarde. me las arreglé como pude, siempre sin abrir los ojos, porque yo no soy un tramposo. Si Susana se enterase que he abierto los ojos en su ausencia, jamás me lo perdonaría.
Así pasaron dos años; ella se iba a trabajar antes de que yo despertara, y volvía cuando ya me había dormido. Incluso los sábados y los domingos, pues según me dijo recién entró a trabajar, era una condición de la empresa, pero que esa situación no duraría mucho y además, la paga era buena.
Me fui acostumbrando en esos años a un profundo silencio. Durante todo el día lo único que se escuchaba era el reloj de la sala. Llegó el momento en que la voz de Susana era sólo un recuerdo confuso, sus interminables y contenidos sollozos fueron ecos que se me escaparon. Su caminar pausado, que antaño me recordara la hermosa volumetría de su cuerpo, también se esfumó para siempre.
Un día de agosto decidí esperar a que regresara del trabajo; más aún, decidí olvidar lo pasado y abrir los ojos y hasta pedirle perdón. Lentamente fui levantando mis párpados. Aún con los ojos abiertos no pude ver nada durante varios minutos; después, poco a poco recobré la visión. Era de noche, los contornos de los muebles se iban revelando como una fotografía. Esperé hasta el amanecer. Nadie entró por la puerta. Tuve una duda repentina; me dió miedo. El miedo creció, me levanté con dificultad a la silla donde estaba. Busqué por toda la casa. Al llegar al pequeño jardín trasero el olor me paralizó. Su cuerpo yacía en el pasto, inerte.
Víctor Artasánchez
@Artasanchez
0 comentarios:
Publicar un comentario