martes, 24 de julio de 2012

Un roto en el espejo.



El despertar fueron pasos sobre un reflejo de papel de arroz. Un día más en que la luz artificial de un bombillo difuminó hasta esos bosques serenos acunados en las esquinas donde descansaban mudos del movimiento. La luz, un grito proveniente de una garganta lumínica en la que su oscuridad radica en su incandescencia, dije, mientras mis pupilas se dilataban pasando a ser una par de pequeña islas naufragando en las formas que dictaba el espejo, ese estanque quieto fijado como ventana hacia lo que se devuelve. Despejo. Miro como una sombra a la que se asoma-a un mar fijo y vertical colgado sobre un rumor pétreo que ha heredado el silencio ancestral de una piedra informe.

Al volver de la atemporalidad de ser esos y sus marañas, logro enfocar las estrías que a primera vista parecen alojarse en el espejo. Lo roto. Aunque extraño, no paso de fruncir el ceño debido a la extrañeza de aquel evento y me pregunto, ¿Qué diferencia hay entre lo que ahora veo y el resultado de todos los que soy? Podría acostumbrarme a vivir con un espejo roto para poder dirigirme cada día a un fragmento diferente ¿En cuántas grietas nos trasformamos al momento de “darnos cuenta” y contarnos o-irnos descontando en cada interrogante?

Frente a todos en los que me observo, callo para escucharme. Una indómita curiosidad lleva la batuta en el movimiento que lleva mi mano en la misión de tocar las grietas que separa mi rostro y cuerpo entero en pedazos idénticos. Un cosquilleo ligero pero molesto se apodera de la parte de mi dedo que más próximo a tocar la superficie del fragmento al que se dirige, un vértigo en la punta de los dedos que se arrecia mientras más se acerca al espero roto.

Entre aquella tempestad de sensaciones, infinitas posibilidades revolotean como el exceso de aves encerradas en una jaula agitada por algún torpe y vetusto dios al que le divierte sentir el poder de alterar las libertades de quienes nacieron para ser aire. De allí se desprendía el sentimiento de que todo aquello fuese disfuncional, puesto que después de tocarlo, posiblemente todo terminaría en una mueca más de burla ante el reflejo, una media sonrisa seguida de algún sonido infraglotal que borraría todo y quedaría apilado junto a algún perenne rincón de la memoria.

Entonces pude sentir el frío cristal. La anormalidad de que no se hundiese, ni craqueara ante la presión de los dedos, entonces el valor de palpar con ambas manos se convirtió en desasosiego ante aquel mar petrificado con la esperanza, en última instancia, de sentir el corte que evidenciara que lo que se reflejaba era causa de la ruptura del vidrio frente a mí. Contrario a ello, permanecía liso, intacto, incólume. Al cabo de un instante, ambas manos olvidaron la posibilidad de los cortes que podría ocasionar los fragmentos, las mismas manos que escudriñaban eso que mis ojos aún no creían, esos trozos, estos pedazos, al fin entendieron, entendimos, que no había un espejo roto, sino un roto en el espejo.

Alexander Gnomo.

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