martes, 3 de enero de 2012

Reincidencia.

Él era muro, ella conducía con los ojos vendados. 

Tras el choque despertaba a kilómetros de su abrazo, sobresaltada. Una noche en vela que la recibía sin compañía alguna. 

Más café y otra cucharada de azúcar rebosando culpabilidad. 

Y otro día que parecía nunca terminar. 

Más muros, más volantes y un precipicio sin explorar. Vértigo. Nausea. Otro plato dando vueltas en el microondas. 

Sobras recalentadas. Vaya alegoría de sus noches...

Mientras friega los cacharros se da cuenta que ya no cree ni en quizás ni en posibilidades. Son esos sueños lo más real que le sucede.



Ester Marfer.

Arcoíris

Una mosca golpea contra el ventanal, una y otra vez, como presa de una suerte de absurda y destructiva ceremonia. El vidrio ni se inmuta, la deja deshacerse en el intento de perforar su muro transparente; la mira y no encuentra ninguna respuesta lógica frente a su incuestionable meticulosidad a la hora de hacerse mierda contra el cristal.
La mosca no se detiene; no existen las excusas en su abecedario de insecto, por eso se empecina y ni las posibilidades alternativas la tientan a cambiar de plan; sigue aunque le pesan las alas y los golpes la enceguecen.
Tampoco se da cuenta que a unos metros –tan cerca, que duele que no lo vea– hay otro ventanal abierto de par en par. No nota la brisa fresca invadiendo el salón, libre de cristales duros; no, prefiere continuar con su lucha inútil.
Es una mosca estúpida, dice Sergio, es tan fácil encontrar la salida que no entiendo para qué elige destruirse contra ese vidrio. No le respondí –¿cómo hacerlo?–, continué observando fascinada la necedad del insecto. Me aburre, dijo, y acto seguido salió de la habitación dando un portazo; el ruido seco contra el marco de roble me sobresaltó un poco, pero no por eso dejé de prestarle atención al diminuto Quijote alado. Ahí estaba, la pobre, haciéndose trizas cada vez un poco más con cada nueva embestida, y el viento salado me hizo toser un poco.
La mosca nunca llegará a ver la tormenta, pensé.
Los veranos en Villa Gesell son un premio que no elegiríamos de tener la oportunidad, pero que aceptamos gustosos porque después de todo están los chicos y la playa, las partidas de póker con amigos de la infancia y las conversaciones triviales a la hora de la siesta. No es el paraíso, por cierto, pero ninguna de las casas de la familia pretendieron parecerse jamás a la tierra prometida. Además está la noche, las fiestas de los Arregui y las escapadas a Cariló; "la joda de veras", como le gusta decir a Marcelo. Pero este año no; esta vuelta nada de escapadas, por lo de Alberto, claro. Alberto se murió y todos hablan bajo, pero en el fondo a muy pocos le importa, a muy pocos le duele, más bien les sirve de excusa para ponernos límites y llorar con los parientes.
Miré la mosca a través del humo del cigarrillo; ya no le quedaban fuerzas y a mí tampoco, porque el calor parecía pegotearme contra el sillón, y porque el aire ya empezaba a espesarse hasta tornar dificultosa la respiración.
Tosí otra vez; el agua de mar.
Vení tonta, gritó Laura desde afuera, vení que ya empezó a llover allá lejos. No me moví, ni le contesté siquiera. A Alberto le encantaban las tormentas marinas, podía quedarse durante horas en la playa dejando que la lluvia le empape el pijama, hipnotizado por los truenos y las olas. Parece magia, solía decirme después, si mirás con cuidado podés ver que las gotas no caen contra el oleaje sino que chocan. Se reía como un chico y me dejaba robarle un sorbo de su whisky. Es como si el mar no quisiera que la lluvia lo invada, decía, como si tratara de preservar su territorio.
Otro grito de Laura, y esta vez un poco más chillón, como cuando tiene un capricho y Marcia corre a ver qué le pasa a la nena. Miré la mosca y estuve tentada de abrirle la ventana; dejar que contemple ella también la lluvia en Gesell; salvarla. Las nubes se hacían cada vez más oscuras y el viento hinchaba las cortinas como las velas del "Marcia II". Se viene la tormenta, escuché que decían en el porche alborotados, creo que Sergio, o Marcelo tal vez.
Apagué el cigarrillo adentro del pocillo de café; a Marcia realmente le revienta que haga eso, me dice: Sos una asquerosa igual que él. Después dejé que mis ojos vagaran por los muebles conocidos, y me detuve en los libros cuidadosamente ordenados por el color de lomo en la biblioteca y el juego de pipas de Alberto. Sabido es que nunca nadie leyó nada en la casa de Gesell, pero a Marcia le parecía un buen detalle el de los textos y las pipas; muy intelectual de clase media; muy "bien". Me acerqué y olfateé una de las de nogal más claras; que extraño, todavía conservaba ese perfume dulzón del tabaco, pese a que nadie la usaba ya; la llevé a mi boca y la besé despacio.
Afuera ya se había desatado la lluvia y el agua comenzaba a entrar por la ventana abierta. Las gotas mojaban el sillón verde y salpicaban el piso de madera recién encerado. Porque los pisos de Gesell siempre parecieron como recién lustrados.
Sabía que tenía que dejar la pipa en su lugar, sobre el estante, correr los cortinados y cerrar todo para que el agua no lastime más. Guardar los recuerdos en un cajón de la cómoda y reunirme con los demás afuera, dejando que la tormenta me lave las penas.
Lo sabía, y sin embargo me paré frente a la ventana, la otra, la cerrada, y aplasté a la mosca de un solo golpe contra el vidrio.
Cerré los ojos.
Vení boluda –me gritaba Laura desde el porche–, te estás perdiendo el arco iris.

Te sueño, te lloro y te espero

Como un verso que sueña con ser comprendido,
te sueño.
Como un libro que permanece abierto para ser leído,
te espero,
Como una nube enferma que estornuda con fuerza,
te lloro.
Y es tan cierto decirte que te sueño,
que te lloro, que te espero.
Como una almohada que sueña con ser nube,
te sueño.
Como un náufrago sin agua dulce y sin consuelo,
te lloro.
Como un árbol que le hace sombra al tiempo,
te espero.
Y es tan desierto decirte que te sueño,
que te lloro, que te espero.


Omer Alfcorbar

Cita con el recuerdo.


Mira por la ventana sin saber que el que está lejos es él. Hoy es el día de su cumpleaños y solo puede acordarse de lo que no tiene.

Repasa fracasos y dibuja en las nubes las apuestas perdidas; como si pudiera soplarlas y apagarlas en el horizonte. Ni velas ya le quedan.

Entre las páginas del libro que sujeta se ahoga olvidada aquella carta. Heridas de tinta borradas por lágrimas secas de otros tiempos.

Otro año más y el mismo vacío. El espacio abierto que inunda el paisaje más allá de la ventana le ahoga. El reloj no perdona, suenan las 3.

Se dirigió a la ducha, todos los años era igual, un ritual. Con su nombre en las lágrimas dejó que el agua limpiara las caricias no dadas.

Al salir a la calle dejó los recuerdos colgados del segundero al otro lado de la puerta. Colcándose la máscara de las celebraciones, sonrió.

Es el viento el que guía sus pasos; el cementerio está lejos, igual que sus besos. Y camina sin llorar. Y camina sin hablar.

No queda nada de él, ni del futuro que construyó. Cada huella es una interrogación; autómata sigue el rumbo que tantas veces le marcaron.

Aquí se detiene como los últimos años, frente a la tumba de alguien a quién no conoció, frente a la vida que nadie vivió.

Respira.

Llegan las lágrimas y el recuerdo de un bebé que ahora yace muerto entre los brazos de su desconsolada madre.

Es tan viva la imagen que puede tocar su fría piel. Tan fría como su eterna ausencia.


Julio Muñoz y Ester Marfer

Uno


Uno va con el corazón en la mano. Así, como si no doliera habérselo quitado a Una. Lo deja en un mostrador, en donde lo examinan, lo miden y lo etiquetan. Finalmente ellos dicen una cifra, y Uno tiene vergüenza de mirarlos a los ojos cuando acepta. Los billetes en el bolsillo, y la sensación de haber pecado. Eso siente Uno. Las dos cosas pesan por igual. Es su primer corazón, Uno es inexperto, y tal vez por eso se va cabizbajo. Antes de dormir, Uno piensa que debió mirarlo por última vez, decirle algo, despedirse al menos. Pero como después es tarde, entonces se vuelve nunca. Ahí se quedó, en El Depósito, el corazón que Uno tuvo entre sus manos. Se siente extraño Uno, por más que le dicen que pronto encontrará otro corazón que le llame la atención. No sabe que a eso, antes, lo denominaban coloquialmente: amor.


Ama matar a la rata mamá.

Uno de desaires

¡O! No amo tus desaires, o la luna, o no amarte. 
Sé trama o no, anúlalo, sería sed su toma o no.


Nadia L. Orozco

Flores para el alma

Errante incompleta, sin destino ni lugar al cual llamar mío.
Marqué con una cruz donde enterré mi alma.
El cuerpo aveces le lleva flores a aquel lugar.


Ana R.


Año viejo - Año nuevo

El fin de un año… los propósitos, las uvas, la fiesta, los gritos, la cena, las campanas, la emoción de cambiar de año con la ilusión de nuevas oportunidades y nuevas aventuras. Las doce campanadas comienzan marcando sin piedad el final de una etapa, y sin más, ya estamos en otra época.

Mi fascinación de festejar el final y el inicio radica en el contraste; la euforia de la noche que termina y la serenidad de la mañana que inicia se confrontan.

El inicio de un año… recorro la ciudad y no hay rastro de esa noche loca, las calles que ayer parecían otras, hoy están calladas, sin transitar, muertas.

Cada día el año va tomando su ritmo, va tomando velocidad y nosotros vamos envolviéndonos en su cadencia hipnótica… y de pronto, en un suspiro, llega el fin del ya no tan nuevo año.



Ana R.



Solecito argentino



Ana R.

México

Mi puto país,
con su puta justicia,
se fue a la mierda.

Nadia L. Orozco

Tilcara

Tilcara, Jujuy, Argentina, 2011.


Nadia L. Orozco

Homofobia: ¿qué tanto es tantito?

Tu verdad no; la verdad
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela.
Antonio Machado

Hace poco participé de una de esas típicas discusiones en las que se hacen malabares con dos principios fundamentales a toda democracia: la libertad de expresión y la no discriminación. El tema en particular surgió por un post de Facebook en donde pedía (yo pedía, y un montón de gente también) que algunas tiendas on-line de libros suspendieran la venta de un ejemplar que se presentaba como la cura (sic.) para la homosexualidad. Alguien comentó que quizá pedir esa suspensión era contrario a la libertad de expresión, porque ese autor (y el grupo que sustenta esa creencia y otras de ese tipo), tenían el derecho de expresar su opinión respecto al tema.

A veces se nos olvida que todo derecho tiene límites. En algunos casos, no está muy claro dónde están esos límites, y no es sino hasta que se nos presentan casos extremos como este en particular que nos damos cuenta de ello. Sin duda cualquiera está de acuerdo en la libertad de expresión: uno debería tener el derecho de decir y expresar lo que quiera, sin que nadie le reprima o censure. Sin embargo, en un caso como el que describo arriba, es claro que “lo que quiera” propone en principio la discriminación de un grupo que tiene una preferencia sexual determinada. Si algo nos enseña la historia es que el germen del autoritarismo está en la discriminación, y, también en principio, la no discriminación debería ser el límite de la libertad de expresión.

A fin de cuentas, libertad de expresión no quiere decir que uno puede decir lo que sea, porque “lo que sea” es un criterio laxo, y en una democracia como la que esperamos construir en el mundo, los criterios de tolerancia, respeto e igualdad son los que marcan los límites de la convivencia política y social. Por eso pienso que es necesario, de vez en cuando, hacer un ejercicio de pensamiento para tenerlos claros. Así que, me parece, la homofobia, mucha o poca, queda totalmente fuera de esos límites.

Nadia L. Orozco

Un sueño

Ya pardeaba la tarde y la oscuridad nos seguía. Nos bañaba una ligera llovizna: supimos entonces que las nubes suspiraban.
Caminamos una de esas calles tristes que se saben tristes porque nadie sabe cómo se llaman. Veía tu carita en los charcos y tus ojos que brillaban. Tenía tu manita tomada de la mía. Tan tibia y tan chiquita, tan cerquita te sentía. Te sentía toda mía.
Teníamos hambre y zapatos rojos. Teníamos cabellos rizados y cansancio en los labios. Después llovía.
Yo buscaba quedarme y tú llegar, y a fin de cuentas a pesar de buscar, no encontrábamos luego de tanto caminar.
Me mirabas un poco triste, un poquito cansada. Te tomé entre mis brazos, y te di esperanza. Nos sentamos en un parque y la noche se acababa. Sentadita sobre mi regazo, tomé tu carita entre mis manos: "Sueña quedito, mi niña", dije, "que me vas a despertar".

Nadia L. Orozco

Descarada.

Gris

Se ve gris, pero no es gris. Es una apariencia bien guardada entre dos tonalidades diametrales. Es una tregua eterna entre el negro y el blanco. Pero más importante: un punto medio. El gris representa el momento en el que la moneda está realizando acrobacias aéreas (así como los chinos). Se apoya en el viento. El viento –como es de saber– no resiste a la monedita y el azar entra en escena. Los colores juegan con la lluvia también, y todos dependen del gris para jugar, es decir, el gris es un árbol y las ramitas y moscas, que vuelan alrededor, son los mil y un colores que alcanzamos a ver. Nadie te va a creer eso, me dice un lápiz de color gris. Ya te van a conocer, le respondo, cuando se les acabe la tinta negra y, en su defecto, la buena dosis de transparencia.

El hombre estaba viviendo.

Estaba el hombre sin saber qué escribir, sentado en algún lugar aún sin imaginar en su mente.

Estaba el hombre sin poder caminar, sin hablar, sin mirar, y sin ganas de escuchar a nadie.

Estaban sus manos sujetas, a lo que estaba creando, era su vida lo que estaba escribiendo.

Estaba sentado, no lo sabía, estaba observando, también sin saberlo.

Estaba el hombre, en algún lugar aún sin imaginar en su mente, compartiendo consigo mismo su desgano.

Estaban las manos, los pies, los ojos, sus oídos, y todo lo que le vino en par, sujeto a él, y nadie lo notaba.

Estaba el hombre, ese que escribía, ese que no miraba, que no escuchaba, que no quería oír; ese hombre que caminaba mientras escribía su propia vida.

Ya no hay retorno


Todo comenzó al tropezar con esos ojos. Y el tiempo se detuvo, las ganas van lamiéndole las manos y los murmullos 
nacen en sonidos sordos, a veces creo que son colores disfrazados de voz y viento. 
Y la voz tiene un extaño  color; color que emerge desde las entrañas, llenando el espacio de un azul futuro. 
Es ahí cuando abre la boca, y una bocanada de notas abrazan la piel; ésta piel tan suya que se humedece con solo su aliento, y las miradas se abren infinitas, las pupilas se dilatan y entonces puedo ver toda la noche gestandose en ellas, y el deseo  se estremece en suaves movimientos y las sombras chocan contra mi cuerpo.


Una mano sujeta el espejo que tiembla entre mis dedos, la espera está mordiéndome la espalda; el aire es denso y la palabra descansa sobre un papel. 


El tiempo transpira, la noche es nuestra. Y los ojos cobran vida. 


Y la distancia se hace estrecha, el tiempo se dibuja dormido, las manecillas se pierden. Se materializan los sueños, es ahí cuando el sur encuentra su camino, sabe que las miradas nacen detrás del espejo. Sabe que esa mirada es la suya. 


Esa mirada que dice todo y nada.


Ya no hay retorno.




Alma E. Palma

Samanea Saman

El árbol me dijo, que el truco para desordenar el tiempo es hacer que los segundos se tropiecen entre ellos. Suponiendo que un segundo es la mínima unidad de tiempo domesticada por la muchedumbre ciega de ciencia exacta, en mi mente pude dibujar los dientes necesarios para masticar aquella idea.

Hace ya mucho tiempo que hablo con árboles, sobre todo los que tienen pocas hojas. Al principio me dejé llevar por el sentido común, pensando que un árbol de pocas hojas es un árbol triste, pero estaba equivocado. Fue luego que entendí, cuando un refinado roble me dijo; que estar sin hojas es estar en paz, y que la soledad es deliciosa cuando se bebe en el viento, sin sentir desgarros de su propio cuerpo, sin sentir como sus miembros más frágiles caen contra el suelo haciendo pedacitos de ruidos.

Por allá en el ‘98 fue que me di cuenta de que podía escuchar árboles si escuchaba de cerca un pedazo arrancado de su tronco. No fue por accidente; imaginé que si le quitaba un pedazo de cuerpo a un ser vivo, éste iba a gritar de dolor, al menos eso es lo que pasa con la vida animal, era de suponer - para mí - que con la vida vegetal iba a tener la misma reacción espontánea.
Sin ataduras lógicas vi en la barriga del árbol, una protuberancia seca y la desprendí sin sentir dolor ajeno, me senté en el verde, y como si estuviese seguro de mí, cogí el pedazo de madera y lo acerqué a mi oreja izquierda – pensé en la izquierda porque por alguna razón le vi al árbol forma de zurdo, y si era zurdo iba a escucharle mejor por la oreja izquierda, por esto de la compatibilidad - yo y mi absurdo parecer -.

Escuché en el pedazo de madera, al principio un crujido, forzado por mí a ser un ‘hola’ bastante ronco, mientras el árbol me miraba con sus ojos de siempre. Luego de que mi oído leyó el primer grito, quedé encantado con la voz del árbol. Hoy puedo hacer alarde de mis anécdotas y decir que he hecho reír a varios árboles, cosa que no es fácil porque son bastante serios. Recuerdo claramente una breve y peculiar conversación con un sauce:

— Los sauces somos los únicos que tenemos ventanas – decía su voz cansada – pero a mí me gusta tenerlas cerradas.
— ¿Y por qué cierras las ventanas? – le pregunté con una sonrisa indecisa.
— Para que no entren los niños a desordenarme por dentro. – Tal vez sea bastante obstinado, pero si los niños no respetan mi cuerpo no puedo dejarles entrar a mí.

Sentí eso como un gran regaño al recordarme de mi niñez y de cómo yo le daba batazos a un sauce en el jardín de la tía Adela.

Pero si es de destacar, de entre todas las conversaciones que tuve con los muchos maderos en todos estos años, la más interesante fue la que tuve con, Hirsh (un pino de ojos cosidos), que fue el que me dijo cómo podía desordenar el tiempo. Para muchos aquello podría ser el absurdo mas grande, para mí; el secreto más fascinante.

Al hacer tropezar los segundos, el desorden haría tambalear a un minuto, éste minuto crearía un efecto dominó en el resto de sus hermanos dentro de la hora que habitan. Estando una de las horas con esa gran hecatombe estomacal, haría revolcar el resto de las horas en un mismo día, y como es sabido, el día es una columna fundamental en el gran mecanismo del tiempo, basta con que tiemble un día para que vibren todos. Y creo que no es necesario explicar lo pesado que es un año y que el ruido que haría si se cae como pedazo de piedra, haría temblar el universo.
Ya tenía la explicación, pero no el método.

Primero intenté con un reloj de pulsera, lo miré por largo rato pensando que tal vez el alma del tiempo estaba encerrada dentro. Pasé días maquinando una forma de lograr sacar un segundo y crear un desorden. Pasó mucho tiempo hasta que me cansé de no lograr un buen dibujo.
Intenté amarrar la noche a una piedra, si lograba retrasarla por un segundo lograría mi propósito, pero allí tenía otra aporía ¿cómo amarraba la noche a la piedra?, ¿qué es la noche?, ¿un cielo negro?, ¿oscuridad?, ¿sombra?

De tanto tratar cuanto método absurdo se me ocurría, decidí quedarme sentado en una plaza a ver si por casualidad veía algún segundo tangible pasar delante de mí (para aplastarlo), pero mi sed no se hacía agua.

Volví a casa cansado, y vi en el espejo algo que no era yo. Y recordé una frase indefectible que me dijo una vez un Samán: “Cuando el tiempo se mira en el espejo, se arrugan los dos”.
Hoy soy un viejo, ni sé la edad que tengo, pero sé que soy un Samán, “el árbol de la lluvia” o “Samanea Saman”, como me llaman los estudiantes.

Prefiero Samán, es más cómodo.
Eduardo Magomi.

La luna bailaba conmigo

En mi adolecencia hubo un periodo que me hizo olvidar muchos recuerdos, la mayoría de mi infancia; sin embargo hubo algo que quedó muy presente: La luna solía bailar conmigo.

Nací y viví mi infancia en un pueblo pequeño, el cual no contaba con servicios de agua potable, ni luz. Así que ni pensar en videojuegos, computadores, es más ni televisión. Mis entretenimientos eran salir a correr a la orilla de un riachuelo, tirarle piedras, buscar grillos o hacer casitas en un pedazo de tierra removida, con palos y ramas de arboles. Pero mi preferido era salir por las noches, sobretodo cuando había luna llena, jugar con la luna que siempre me hacía una sombra, la cual yo correteaba e intentaba alcanzar. Empezaba a caminar mirando al cielo y sentía que ella caminaba conmigo, entonces cantaba, levantaba los brazos y empezaba a baliar. Parecía que la luna sonreía, como yo. Y así podría pasar la noche, hasta que invariablemente mi madre me hablaba a la cama, y yo sólo deseaba seguir bailando. Desde entonces siento que la luna se quedó en mi piel.

El tío Pepe.

Tenía yo cerca de 17 años cuando conocí al tío Pepe. De esos tíos que al verte mencionan que estabas uuuy, así de chiquita cuando te vi. No recuerdo haberlo visto jamás en mi vida. Era primo de mi abuelo paterno, de esos de por sí ya lejanos. Hombre muy agradable, ciertamente.


Un día, mis padres, hermanas y yo, estábamos planeando un viaje de pesca, y mi padre menciona que teníamos ‘un encargo’ pendiente…
De manera misteriosa, mi padre saca de su auto un florero plateado (al menos eso pensé que era), y nos dice a todos: saluden al tío Pepe. Sí, amigos. El tío Pepe había fallecido días atrás. Qué pena. Su último deseo fué que sus cenizas fueran tiradas al mar.

El tío Pepe vivía en Torreón, así que le era algo difícil a sus familiares cercanos cumplir con su deseo -eso y algo de no importarles-, así que mi padre, que fué su sobrino favorito, decidió mandar traer la urna para llevarla a su última morada. Estábamos conmovidas todas.

Al día siguiente, muy de madrugada, subimos a la camioneta maletas, cañas de pescar, hieleras, carnada, cobijas y partimos felices.

Ya teníamos cerca de una hora de viaje, cuando mi papá le pregunta a una de mis hermanas: Hija, ¿dónde pusiste al tío Pepe? Mi hermana entró en pánico. El tío Pepe se había quedado esperando en la mesa de la cocina, junto con las almohadas.

 No almohadas, no tío Pepe. 

Pese a la seriedad que requería el momento, todos rompimos a reír. El tío Pepe tendría que esperar a la siguiente salida de pesca.

Pasaron las semanas y se organizó una nueva salida. Mi papá y sus hermanos saldrían a la pesca del marlin. Hermosa experiencia, les digo. Otra vez, muy de madrugada, cargaron la camioneta con cobijas, hieleras, carnada, cañas, carretes, cervezas y partieron, aún de noche.
-Compadre, dime que te trajiste al tío Pepe, por favor, le dice mi papá a uno de sus hermanos. Su cara lo dijo todo.
-Es que no podía cargar las cervezas y traerme la urna, cabrón. Además, le dije a este pendejo -señala a otro tío- que se lo subiera.
-Y, ¡¿dónde lo dejaste, baboso?!, dice mi papá en tono exasperado. -En la cochera, junto al tanque de gas que tampoco nos trajimos.

No tanque de gas, no tío Pepe.

Pasaron 2 meses y se planeó una salida EXCLUSIVAMENTE para llevar al tío Pepe. Ésta vez, lo subimos a él primero (junto con las tortas). Estábamos felices. Por fin íbamos a cumplirle su último deseo al famosísimo ya tío Pepe. Llegamos a la playa, bajamos la lancha. Cargamos la lancha con toallas, sombreros, bloqueadores, bikini, bebidas, botanas, subimos y partimos contentos. Llegamos a un claro hermosísimo, cerca de un despeñadero en las costas frente a las islas Marías (andábamos lejos). Mi papá, todo solemne.
-Hija, -me hablaba a mí-, creo que debemos decir una oración o algo, para despedir al tío Pepe. Todos votamos y tú perdiste. Te toca. Sorprendida pero aliviada de que finalmente le íbamos a dar descanso al tío, acepté. -Pásame al tío, pedí. -Tú lo traías, ¿no?...

Ay, no.

El tío Pepe había sido olvidado en la cajuela de la camioneta, junto con los lentes de sol de mi hermana menor. No lentes de sol para mi hermana, no tío Pepe. Todos reímos como locos. ¿Cuántas veces lo habíamos olvidado ya? Tal parecía que el tío Pepe no quería ser llevado al mar, realmente. Se tenía que hacer un viaje más y llevar SOLO al tío Pepe como cargamento, para asegurarnos de no olvidarnos de él ésta vez y así se hizo. Subimos todos a la lancha, preguntándonos cada 2 minutos si aún traíamos al tío Pepe en las manos. Así era. Partimos a altamar. Esta vez, mi papá eligió un lugar más cercano, ya que la mar estaba un poco agitada, pero era igual de bello, cerca de San Blas, Nayarit.

Llegamos. Estábamos un poco tristes porque el tío Pepe se había convertido en alguien importante en nuestra familia, en nuestra casa. Pero teníamos que cumplir su voluntad. Todos lo sustuvimos en manos y dijimos unas palabras bonitas a manera de disculpa.
-Hija, pásame al tío ya, para darle su tan ansiado descanso. Mi hermana, que estaba al otro lado del bote, tambaleante se acercaba. Pero era muy difícil mantenerse en equilibrio con ambas manos ocupadas. Mi pobre hermana trastabilló, se torció un tobillo, se golpeó un codo, apachurró el bloqueador y terminó aventando por la borda al tío Pepe. Carcajadas sin fin, claro está. Pero al final de cuentas, el tío Pepe hizo su salida triunfal.

Por la borda, pero triunfal.

Isabelle Cigarras.

Detrás de una ventana

   Lo mío nunca fue mirar detrás de las ventanas. Desafiar las líneas que delimitan mi mirada. Desafiar las cortinas que heredé del abuelo del abuelo de René o de Francisco o quizás de sus hermanas. Y sin embargo aquí estoy. Mirando la ventana. O mejor dicho detrás de ella, sin ver nada.
   Todo comenzó por culpa de un libro. O de todos los libros que son uno. O quizás son ninguno. Todo comenzó una mañana. Gris y fría o quizás soleada. O quizás fue una tarde. O una noche mientras caminaba. Comenzó porque tenía que comenzar mientras terminaba.
   El libro tenía tapas rojas y una ventana que me miraba.
   Yo tenía treinta y cuatro años y muchas vacas sagradas.
   No sabía que me miraba.
   No sabía que la miraba.
   No sabíamos nada, nada.
   Nos faltaba una coartada.
   Miró. Miré. Miramos.
   Detrás de mí.
   Detrás de la ventana.
   Una pregunta esperaba.

        Por: Rubén Ochoa

Sé verla. Esa. Él. Léase al revés.

Ana fulana, anal, ufana.

¿Ata malabares o será bala? ¡Mata!

A tu puta casa. ¡Saca tu puta!

Julio Muñoz 

Silenciosa piel

Buscándome lejos
culpando a tus ojos.
Soledad ciega.

Montaña clara
arrastras tus árboles
a su sueño azul.

Ojos de papel
tus lágrimas arena.
Pétalos secos.

Silenciosa piel
nos conviertes en dolor
todo deseo.

Julio Muñoz 

Encerrado en tu recuerdo


Julio Muñoz 

Ella es azul



Julio Muñoz 

La soledad es un monstruo

Ana se levantó, como cada día el reloj no había despertado, siempre con un golpe de muñeca apagaba el botón de la alarma, ese tiempo ganado era solo para ella. 
Elegante se tapaba en una bata roja de satén, no caminaba, bailaba sobre el suelo de la habitación, casi levitando se dirigía al salón y encendía un cigarrillo. Algo de The Smiths, nadie lo comprendía, y vestirse para marchar antes de que la casa entera despertara. 
Su trabajo como editora jefe de una revista de moda pequeña le era suficiente para ser considerada una mujer que ha conseguido sus propósitos, respetada y admirada. Dos niños, una niña, un marido arquitecto, tres coches y un chalet a las afueras de Madrid eran el sueño de toda niña y ella lo tenía, además de un número alto de personas trabajando bajo sus dictatoriales órdenes. 
Tres kilómetros separan su casa de la oficina pero ella los hace en casi una hora, siempre se desvía para recoger a alguien que últimamente se ha convertido en una persona importante en su vida, es el director de la revista "enemiga" y su amante en el camino al trabajo. 

Juan también se levanta antes de que suene su despertador, el ruido de su mujer en el salón hace que se quede un rato más en la cama con los ojos cerrados. Lleva más de dos semanas siguiendo a su adúltera mujer y hoy es el día para clave para realizar lo planeado. Mucho le ha costado construir esa familia para que acabe en el desagüe del "qué dirán". 
Cuando escucha la puerta de calle se levanta corriendo y se viste, no hay tiempo para duchas, todo está planeado, en media hora su mujer estará sentada a horcajadas sobre el cuerpo de ese hombre que quiere destrozar su familia. Coge la pistola y va tras ella. 

Hoy Ana puso escusas a su amante y le dejó en la puerta de su trabajo, volvió al coche y se dirigió al escampado donde tendría que estar con él, hoy quiere pensar. 
A lo lejos ve acercarse un coche que no le es desconocido ni tampoco supone una sorpresa para ella. Se mete en su coche y espera, las lágrimas corren por su cara, la soledad se hace irrespirable. Es la culpabilidad lo que le hace estar ahora aquí, sin saber qué hacer pero sabiendo lo que va a ocurrir. 

Un golpe en la ventana desencadena la furia, los dos se miran y comprenden todo. Él abre la puerta e intenta sacarla a rastras del coche, ella patalea y grita. 

-¡Tú nunca me has querido!
-Eso ya no importa.

Forcejean, ella intenta quitarle la pistola que sabía que llevaría pero es más fuerte y casi se abandona a la suerte. Entonces de su bolso que lleva cogido en la mano saca un cuchillo. 

-La soledad nos convirtió en monstruos. 

  
Abrió la mano y dejó caer el cuchillo ensangrentado que sostenía. Un grito ahogado, profundo emanó de su garganta, de sus entrañas. Las lágrimas no brotaron, no encontraba el ruido que rompiera con tanto silencio. Un silencio oscuro, pantanoso, que se pegaba a su cuerpo. Lamió la sangre de la mano con la que ensartó el cuchillo, para recordar que ésa sangre dio vida a quien estaba tirado en el suelo, a quien ella había arrebatado toda esperanza, todo futuro. Se tumbó junto a él, los dos yacían sobre el mismo charco de sangre, inmóviles. Cogió el cuchillo, miró a los ojos del cadáver y sintió esa mirada profunda que sólo los muertos tienen. Un escalofrío hizo temblar todo su cuerpo. Empuñó con fuerza el arma y separo su garganta en dos, uniendo su sangre con la de él. 

La oscuridad invadió sus ojos.

Julio Muñoz 

Soy él




Soy el elefante que miras, lento
mientras me imagino volando
sobre el polvo del desierto.

Soy el elefante quieto,
que bebe recuerdos
en la laguna del tiempo.

Soy el elefante moribundo, callado,
que acaricia al viento
y que recuerda las siluetas
que su propia sombra ha ido tejiendo.

Soy el elefante
que en silencio sabe
que va a despertar siempre
dentro de este pesado cuerpo.

Soy el elefante que sueña
que no es solo un instante
dentro de una fotografía o de un cuento.