martes, 7 de febrero de 2012

El último tango en París

El 26 de enero de 1976 parecía anunciar la muerte del ser humano: Bernardo Bertolucci fue condenado a ser subciudadano por la Corte Suprema Italiana, mientras que su obra, El último tango en París (Last Tango in Paris), fue sentenciada al olvido, a la destrucción, al exilio intelectual y sobre todo al ostracismo artístico, justificado todo ello en las reacciones adversas que ésta despertara en una audiencia que entonces, tanto como hoy, no soporta las verdades dichas a la cara.

Y pese a la moralina en turno, el ser humano sobrevivió. Sobrevivió en esta obra imprescindible de la cinematografía mundial que, de la mano de un jazz cadencioso como los latidos del corazón, aparejada a la obra pictórica de Francis Bacon, es evocadora de todo lo que somos, pero sobre todas las cosas, de lo que pretendemos ser.

Es la realización de una bonita fantasía. Nuestro mundo se construye a partir de las palabras, de lo que decimos que somos, de lo que decimos que hacemos, de lo que decimos que nos importa. Pero, ¿qué nos queda cuando las palabras han dejado de tener sentido, cuando el lenguaje no dice todo lo que habría que decir, cuando hablar de uno ha dejado de ser central? Sólo quedamos nosotros, desnudos.

La imagen que surge es entonces la de Paul (Marlon Brando) y Jeanne (Maria Schneider), desnudos, abrazados sobre un colchón en mitad de un departamento vacío pero lleno de luz, jugando a hablarse a gruñidos. Es una desnudez total: no sólo el cuerpo está expuesto al escrutinio de otra piel, sino el propio ser se ha quedado descubierto, ya no hay palabras contundentes que lo vistan, no hay frases rimbombantes que lo arropen, no hay nada de por medio. Sólo así, el ser ha vuelto a ser.

Y la evidencia de esta rarísima bendición camina junto a los personajes por las calles de Paris. Jeanne sufre la obsesión de su novio Tom (Jean-Pierre Léaud) por hacerla el centro de un proyecto fílmico documental. Es forzada a poner en palabras todo lo que la atraviesa, todo lo que la viste, todo lo que la hace Jeanne. "¡Estoy cansada de que violes mi mente!", grita ella. Y sólo en la mutua soledad del departamento de Paul puede encontrar sosiego al constante examen de Tom.

Paul, en cambio, sufre en las murallas del hotelito que administró por cinco años junto a su esposa suicida. Murallas levantadas a fuerza de mentiras, a fuerza de vivir más como decimos y menos como somos. Y el sufrimiento vive, además, en el reclamo a un matrimonio con alguien que él nunca pudo entender. "Para safarte sólo requeriste una navaja de 10 centavos y una tina de agua", le grita él a un cadáver al que, como en vida, sus palabras no acaban de hacer sentido.

Dentro de su mundo compartido, Paul y Jeanne son: son el uno para la otra, son amigos, son amantes, son cómplices, son felices. Afuera, sólo está la sordidez, la existencia unida a los calificativos que adornan pero restan significado al ser. Afuera sólo los espera la muerte, o la existencia misma en el mundo, que no es otra cosa que la muerte del ser en aras del ánimo entusiasta de decir "yo soy...", seguido de cualquier predicado.

Es la realización de una bonita fantasía.Soltar el cuerpo en los brazos del otro, como en el tango. Dejarse llevar por los ritmos arrebatados, las pausas abruptas, los movimientos sugerentes. Permitir a los pies moverse libremente en un compás de tres cuartos, sublimando un deseo sexual que es compartido y, a fin de cuentas, es lo que le da sentido a nuestro ser. Sin nombres, sin edades, sin pasado. Estos, con frecuencia, acaban sobrando.

Una de las mejores cintas; una de las mejores realizaciones del ser humano.

Nadia L. Orozco

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