martes, 17 de enero de 2012

viaje de una moneda

¿Ves?, es el azar de nuevo: café derramado, faros apagados, las moscas en la puerta, llaves olvidadas, novelas no terminadas; sí, esa cosa espantosa existe y nos anda observando el alma. Definimos nuestros azares como la capacidad que tenemos de elegir si queremos un sándwich de atún con tomate (como hacen los lémures) o si queremos zanahorias frescas (como hacen los conejitos). El caso no es ese, sino la pesada carga que deben mimar y cobijar las monedas. Sí, ese pesado yunque. ¿Cara o cruz? Lanzas el pequeño disco. Esperas y nada, ha salido cruz y debes pagar algo (quizá la entrada de un concierto, qué sé yo). Hay monedas que luchan contra la gravedad, se les ve con sus palmitas extendidas, intentando, inútilmente, crear paracaídas en sus cavidades. Pobres monedas. También están aquellas que se alimentan del viento que las acaricia en la subida, y solo lo hacen con el afán de engordar, ¿eh?, es una responsabilidad que no puede ni siquiera voltear a ver, sienten que han nacido para estar en un banco o compartir los días con una viuda. Pobres monedas regordetas. También hay monedas libres, que ni se dan cuenta de su destino (esa escalofriante palabra), es decir: la gravedad es un mito, flotar es su deporte, antes de caer; caen y piensan que el suelo se les va acercando, como si les tomara fotografías o las quisiera sembrar, pero no, son charcos, charcos de azar. Caes en uno de esos charquitos y te ahogas en la profundidad del destino. Y si logras respirar, considérate sin fortuna.

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