martes, 3 de enero de 2012

Arcoíris

Una mosca golpea contra el ventanal, una y otra vez, como presa de una suerte de absurda y destructiva ceremonia. El vidrio ni se inmuta, la deja deshacerse en el intento de perforar su muro transparente; la mira y no encuentra ninguna respuesta lógica frente a su incuestionable meticulosidad a la hora de hacerse mierda contra el cristal.
La mosca no se detiene; no existen las excusas en su abecedario de insecto, por eso se empecina y ni las posibilidades alternativas la tientan a cambiar de plan; sigue aunque le pesan las alas y los golpes la enceguecen.
Tampoco se da cuenta que a unos metros –tan cerca, que duele que no lo vea– hay otro ventanal abierto de par en par. No nota la brisa fresca invadiendo el salón, libre de cristales duros; no, prefiere continuar con su lucha inútil.
Es una mosca estúpida, dice Sergio, es tan fácil encontrar la salida que no entiendo para qué elige destruirse contra ese vidrio. No le respondí –¿cómo hacerlo?–, continué observando fascinada la necedad del insecto. Me aburre, dijo, y acto seguido salió de la habitación dando un portazo; el ruido seco contra el marco de roble me sobresaltó un poco, pero no por eso dejé de prestarle atención al diminuto Quijote alado. Ahí estaba, la pobre, haciéndose trizas cada vez un poco más con cada nueva embestida, y el viento salado me hizo toser un poco.
La mosca nunca llegará a ver la tormenta, pensé.
Los veranos en Villa Gesell son un premio que no elegiríamos de tener la oportunidad, pero que aceptamos gustosos porque después de todo están los chicos y la playa, las partidas de póker con amigos de la infancia y las conversaciones triviales a la hora de la siesta. No es el paraíso, por cierto, pero ninguna de las casas de la familia pretendieron parecerse jamás a la tierra prometida. Además está la noche, las fiestas de los Arregui y las escapadas a Cariló; "la joda de veras", como le gusta decir a Marcelo. Pero este año no; esta vuelta nada de escapadas, por lo de Alberto, claro. Alberto se murió y todos hablan bajo, pero en el fondo a muy pocos le importa, a muy pocos le duele, más bien les sirve de excusa para ponernos límites y llorar con los parientes.
Miré la mosca a través del humo del cigarrillo; ya no le quedaban fuerzas y a mí tampoco, porque el calor parecía pegotearme contra el sillón, y porque el aire ya empezaba a espesarse hasta tornar dificultosa la respiración.
Tosí otra vez; el agua de mar.
Vení tonta, gritó Laura desde afuera, vení que ya empezó a llover allá lejos. No me moví, ni le contesté siquiera. A Alberto le encantaban las tormentas marinas, podía quedarse durante horas en la playa dejando que la lluvia le empape el pijama, hipnotizado por los truenos y las olas. Parece magia, solía decirme después, si mirás con cuidado podés ver que las gotas no caen contra el oleaje sino que chocan. Se reía como un chico y me dejaba robarle un sorbo de su whisky. Es como si el mar no quisiera que la lluvia lo invada, decía, como si tratara de preservar su territorio.
Otro grito de Laura, y esta vez un poco más chillón, como cuando tiene un capricho y Marcia corre a ver qué le pasa a la nena. Miré la mosca y estuve tentada de abrirle la ventana; dejar que contemple ella también la lluvia en Gesell; salvarla. Las nubes se hacían cada vez más oscuras y el viento hinchaba las cortinas como las velas del "Marcia II". Se viene la tormenta, escuché que decían en el porche alborotados, creo que Sergio, o Marcelo tal vez.
Apagué el cigarrillo adentro del pocillo de café; a Marcia realmente le revienta que haga eso, me dice: Sos una asquerosa igual que él. Después dejé que mis ojos vagaran por los muebles conocidos, y me detuve en los libros cuidadosamente ordenados por el color de lomo en la biblioteca y el juego de pipas de Alberto. Sabido es que nunca nadie leyó nada en la casa de Gesell, pero a Marcia le parecía un buen detalle el de los textos y las pipas; muy intelectual de clase media; muy "bien". Me acerqué y olfateé una de las de nogal más claras; que extraño, todavía conservaba ese perfume dulzón del tabaco, pese a que nadie la usaba ya; la llevé a mi boca y la besé despacio.
Afuera ya se había desatado la lluvia y el agua comenzaba a entrar por la ventana abierta. Las gotas mojaban el sillón verde y salpicaban el piso de madera recién encerado. Porque los pisos de Gesell siempre parecieron como recién lustrados.
Sabía que tenía que dejar la pipa en su lugar, sobre el estante, correr los cortinados y cerrar todo para que el agua no lastime más. Guardar los recuerdos en un cajón de la cómoda y reunirme con los demás afuera, dejando que la tormenta me lave las penas.
Lo sabía, y sin embargo me paré frente a la ventana, la otra, la cerrada, y aplasté a la mosca de un solo golpe contra el vidrio.
Cerré los ojos.
Vení boluda –me gritaba Laura desde el porche–, te estás perdiendo el arco iris.

3 comentarios:

  1. Me gustan estos relatos sinestésicos, con una cadencia diferente.
    De vos no se puede decir "no mata ni a una mosca", y me alegra mucho. Un beso M.

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