martes, 7 de agosto de 2012

TRASCENDER


Mi madre siempre mencionaba el asunto con recriminación hacia mi abuela paterna: al parecer estuve a punto de no contarlo y hubieron de llevarme al hospital por un cólico bestial originado por un atracón de chorizo. No era apropiado darle eso a un niño tan pequeño -decían. No tengo conciencia del episodio, pero siempre que me llega el aroma de los chorizos caseros, de esos que ya a duras penas logro ver, siempre me acuerdo de mi abuela. -¿Qué quieres, Neno? –me decía cada vez que entraba a su casa, que estaba a la vuelta de la mía. Siempre tenía pan de “masa floja” y su textura nada tenía que ver con el que se consumía en casa. De masa dura. Y diferente panadería. Sólo su olor, mezclado con el del queso, era suficiente para alucinar mis sentidos.
Solía escaparme a su casa a la hora del almuerzo. Mi abuela siempre fue generosa. Al menos con la comida lo hacía patente. Sus potajes de habichuelas blancas terminaron por conquistarme como ella mejor sabía hacer: con el estómago. Quizás sea eso lo que me haga repetir con frecuencia que en la única cosa para la que soy “conservador” es para las comidas. Las viejas comidas. Las que llamo las comidas de las abuelas. Quizás porque formaban parte de un ritmo de vida diferente en el que el tiempo invertido en hacer de comer era tan importante como el empleado en degustar lo cocinado. Cuando alguien tomaba conciencia del incomparable sabor del ali-oli que ella hacía, por ejemplo, le pedía la receta. Todo el que lo pretendía recibía por respuesta un pote bien colmado de su ali-oli. Pero de cómo lo hacía, del toque final: el silencio por respuesta. Sus recetas se las llevó consigo.
No lo he dicho, pero mi abuela era rara. Entre sus rarezas estaba también no pisar jamás un cementerio. Ni un hospital. Tengo aún fresca en mi memoria, a pesar de los años transcurridos, la imagen de mi abuelo en la cama del hospital preguntándome por ella. Está en casa –le dije. Dile que venga –me pidió. ¡Antonio! –dijo sacándole de su sopor. Sin mover un solo músculo de su cuerpo estirado boca arriba con la sábana cubierto, sus brazos en paralelo a su longitud, la miró mientras le decía: “ya no nos vamos a ver mas…“ Ella, en silencio y doblada hacía él para escucharle, le cogió las manos mientras posaba un beso suave en su boca al que él correspondía. Fue la única y la última vez que les pude ver besándose. Y más que la imagen de verlos así, nueva para mí, fueron las palabras de mi abuelo las que, pellizcándome el alma, hicieran que las lágrimas, incontenibles, corrieran por mis mejillas. Llevaban juntos desde los 17 y 20 años.
Con el tiempo, leyendo La Casa de los Espíritus, de Isabel Allende, unas palabras colocadas en boca de uno de sus personajes me harían tomar conciencia de algo que, no por obvio, había caído en ello: “ …la muerte no existe. La gente sólo muere realmente cuando se la olvida…” Comprendí entonces que los que ya no están, siguen con nosotros de alguna manera. Es tan fácil visualizar sus gestos, escuchar sus palabras, sus voces, sus ademanes. En nuestra memoria están fijados retazos concretos de percepciones tan únicas como personales. Siguen ahí. Cobrando vida, no sólo cuando les soñamos, sino cuando les pensamos. Y permanecerán vivos en la medida en que vivos estemos nosotros. Somos, su última oportunidad. Del mismo modo que los otros son nuestra propia oportunidad. ¿Quizás sea esa una de las claves que están en nuestro subconsciente: la de trascender, la de pervivir en la memoria de los demás como forma de burlar la muerte? A lo mejor, es lo que en el fondo buscamos los que gustamos de escribir: trascender.
 
                                                                                                                                 ©narbona
 
@narboneando
 

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