martes, 21 de mayo de 2013

La sombra de dos desconocidos


La sombra de dos desconocidos

Pienso que me despertó el instinto su mente enferma, esa oscuridad en la sombra de su sombra que sacudía de una forma siniestra mis deseos más abyectos, unas ganas, hasta entonces desconocidas en mí, de lacerar su piel no solo con uñas y dientes, sino con todo tipo de instrumentos tal vez inofensivos en otras manos, pero no en las garras de una bestia que apenas despertaba en mi mente y que se afilaban con solo avistar una piel de vampira como la de ella. Nos encontramos por primera vez una tarde de marzo cuando escurría la luz de un jueves en los pasillos de la universidad donde ella estudiaba y yo impartía clases, nos miramos como se miran dos extraños que se reconocen de alguna otra vida, pero el recuerdo se les escabulle entre miradas furtivas y un escalofrío traicionero que se resbala por la cordillera del deseo. Debajo de mis cejas negras se quedó grabada su boca de luciérnaga sin nombre y entre sus pestañas se quedó impreso el filo imaginado de mi barba arrastrado por sus alas. Nos dijimos todo en un segundo y lo olvidamos de nuevo en el siguiente movimiento del reloj, ella siguió su rumbo desconocido y yo anduve partiéndome en pedazos de cama en cama las siguientes noches.
Pero el destino tiene abismos imposibles de sortear para los seres que se han quedado a deber de todo en otras vidas, una semana después nos encontramos de nuevo en el estacionamiento de la facultad, quise sonreírle y solo me salió una mueca hacia dentro, porque mi boca se quedó pasmada, quizá imaginando el roce tibio contra aquellos labios con promesas de placeres errantes y ella quiso no voltear a verme, pero se le hizo tarde a sus ojos para encontrar en donde perderse, nos sostuvimos la mirada uno al otro sin remedio y esta vez, se escuchó el bramido de nuestras almas al reconocerse de manera definitiva en esa manera legendaria que tienen un hombre y una mujer de comunicarse en silencio, cuando todo en ellos se sincroniza con solo miradas y palabras del cuerpo. Le quité las llaves del coche de su mano y ella se coló hacia el asiento del copiloto saltando por encima del asiento del conductor, fustigando mis ojos con la revelación de la parte trasera de unos muslos de un blanco asesino. Me acomodé al volante y arranqué sin decir nada, para dejarnos tragar por la noche y perdernos en los renglones enredados de nuestro sino. Mi mano alternaba el vuelo entre la palanca de velocidades y el canal que se abría cada vez que mis dedos separaban sus piernas, la tela de su vestido fue la última frontera para mis dedos desvergonzados y exploradores, mi vampira gustaba de volar sin redes ni protecciones de ningún tipo; entre semáforos y altos, me encontré muchas veces con el antónimo de seco, que empapó el viaje y abortó la llegada de cualquier silencio incomodo. Para cuando arribamos a nuestro incierto destino, ya conocía de ella todo lo que me resultaba realmente importante para el resto del camino con los pies descalzos.
Recuerdo que la habitación estaba en penumbras, un cuarto con un número cualquiera, en un hotel sin mayores lujos que la quietud y la complicidad de sus paredes marrones. Entramos sin prisas, como si fuera parte de nuestra rutina encontrarnos con desconocidos todas las noches o desencontrarnos para conocernos cada noche, dejamos las luces en la misma intensidad que estaban a nuestro arribo, ella se alejó hacia la ventana y yo fui en su busca, cazador y presa, intercambiando pasos sobre la alfombra callada. Llegué por detrás, a besarle la espalda entre suave e hiriente con mis labios cálidos y una barba de tres días, ella sintió mi aliento peinando los vellos de su nuca, yo acampé por completo en su cuello, clavando la tibieza de mi boca en esa tierra exquisita que comunica la garganta con la nuca, trazando un círculo imperfecto de jadeos y respiraciones entrecortadas. Sin voltear, ella inclinó la cabeza hacia atrás, como para provocar que mordiera su cuello, pero yo sin caer en su provocación, mojé con saliva hirviente su oreja izquierda, le susurré –vas a ser mía – entonces se la mordí fuerte y la chupé para que se lo confirmaran el borde de mis dientes, mientras mis manos le abrían las páginas del pecho para leerla en braille con mis dedos, las puntas sobre las puntas, la suavidad de unas contra la rugosidad de las otras. A partir de esos instantes, la temperatura en la habitación pegó un brinco mortal, la ciudad desapareció en el alfeizar de la ventana y mi vampira se prendió a mí, con el hambre feroz de 10 siglos, nos besamos con una necesidad insaciable de recorrernos por completo, empezando por el interior de nuestras bocas, a los besos reptantes y las dentelladas salvajes siguieron las caricias descaradas y urgentes, pero acompasadas.
En la habitación empezó a sonar una placentera y acelerada melodía ejecutada magistralmente a cuatro manos y dos bocas, en perfecta sincronía de caricias y recorridos sin límites ni escrúpulos, haciéndonos poquito daño como para cerciorarnos que estábamos por fuera del sueño, escribiendo con saliva y sangre la fantasía de encontrarnos frente a frente después de malvivir alejados tantas vidas. Nos besábamos donde sabíamos instintivamente que se escondía un gemido, nos mordíamos en el lugar exacto donde habitaba atrapado un grito de placer solo esperando ser liberado por la llegada de los dientes, mis dedos no titubeaban, si no que profanaban con el acero tibio de sus movimientos todos sus recovecos de mujer de la noche, calentando cada reducto de piel conquistado, dejándolos oscilando hasta el regreso de mis manos o mis besos. Mi vampira demostró que sus labios errantes sabían encontrar nuevas rutas para brindarme placeres intensos y despiadados, que solo un jalón oportuno en sus cabellos oscuros los interrumpían por agónicos segundos, antes que encontraran otras vetas donde escarbar sin misericordia hasta descubrir sonidos que ignoraban hasta mis propios oídos. Nos desvestimos contra la pared, matándonos uno al otro entre mordidas y caricias inagotables, haciéndonos pedazos con la boca y armándonos de nuevo con la lengua, a cada beso animal con menos ropa y menos calma, disparándonos de esos besos mezcla de amor y odio que solo se comparaban con las zanjas que dejaban sus uñas en mi espalda y las marcas que le imprimían mis dientes en la delicada piel que había estado escondida bajo el vestido.
Nos bebimos la noche en todos los lugares donde llueve el amor y más se encienden las grandes pasiones. Dos rivales extraños que por fin se infligían las heridas que la pasión exige y el cuerpo anhela, dos armas de fuego que jugaban a golpearse, ahorcarse, penetrarse y fundirse en un abrazo húmedo e hirviente, un duelo no mortal, sin otro ganador que el destino de dos amantes escritos uno para el otro. Mi vampira me enseñó al recibirme en su interior, que la frialdad de su piel era una mentira escondida en el color de la nieve y ella aprendió que en la negrura de mis cabellos se agazapaba un ser más oscuro y perverso que ellos, que se asomaba en las ráfagas veloces de unas manos marcadas una y otra vez sobre sus blancos montes tirando a tinto entre espasmos de placer y gritos secos. El juego se volvió una guerra, cada uno buscando el fin del otro, encontrando su propia muerte en un toma y daca del cañón y la bala que se repujan uno al otro hasta que es inevitable la explosión intensa, la dispersión del placer en pequeños disparos que se van sintiendo en todo el cuerpo, hasta llegar con toda su fuerza al alma, al núcleo secreto donde se multiplican todos los placeres físicos.
Agotados, con la misma chispa prendida en la mirada, pero sin haber cruzado una sola palabra, nos tapamos las heridas con la ropa encima, ella tomó sus llaves y abandonó la habitación, yo me quedé tendido en la cama, fumando un cigarro para atrapar en el humo el recuerdo de sus vuelos sobre mi cuello. Al filo de la madrugada, dejé el hotel y me fui en un taxi a recoger mi coche, en el parabrisas estaba un papel con una fecha, una hora y un número de habitación escritos con una letra que albergaba más amenazas que promesas. Firmaba: ”Tu vampira”.

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