martes, 5 de junio de 2012

Feu



Cuando nos habíamos ya alejado del bosque y nos guarecimos dentro de la cueva, ella echó sobre el piso las cosas que había ido recogiendo por el camino. Puso entonces dos o tres cortezas de tronco sobre un manojo de hierba seca, tomó dos palillos y los empezó a frotar entre las manos, con movimientos de espiral desde arriba y hacia abajo, rápidamente, una y otra vez, una y otra vez. Yo miraba sin entender qué hacía. Poco después percibí que un llama diminuta brotaba por entre la hierba, mientras una delgada columna de humo empezaba a velarle los ojos. Me miró con aire de superioridad y levantó las cejas, tentándome. Cuando sentí la quemazón en el dedo, tras ponerlo en una brasa, quedé boquiabierto y temblé, aterrorizado. Su fuego era cierto. Tomó una ramita y capturó un poco de éste en la punta. Lo fue acercando a mis ojos, que bizqueaban. Me lancé al piso y la tomé de los pies (algo gruñí, seguramente). Ella me apartó riendo dejándome ver sus desnudos y púberes pechos; volvió a señalarme la pequeña hoguera, el lugar de su fuego. Entonces levanté la cara y cerré los ojos ante ella, en señal de enorme respeto.

Click. La tapa de su encendedor cae bruscamente. Con un soplo delicado ella deshace la voluta azul del Cartier Vendôme mentolado que acaba de prender, impregnando el filtro de rouge oscuro. Entrecierro los ojos por el dolor de haberme quedado mirando fijamente la llama. Ahora el humo sube delante de sus ojos mientras levanta la copa de champagne hacia su boca. ¿Y ahora por qué me miras así?... ¿acaso te doy miedo?, me pregunta, entre risueña y maliciosa. Nada. Un déja-vu o algo así. Un déjà vu, le digo, mientras las puntas de mis dedos empiezan a erizarle, entre devotos y agradecidos, la piel de su bellísimo cuello.

Carlos Barrientos
@cbg36

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