martes, 3 de abril de 2012

Un gato negro

Un gato negro pasea en la azotea. Se sienta, mira y piensa. ¿Qué piensa un gato negro que se sienta?

Se sienta a sentir y piensa. Te dije quién eras ¿todavía eres?, acaso me fuiste o ¿todavía soy?

Un gato que siente y se sienta todavía es lo que era. O lo piensa.

Duda, piensa y mira la ciudad. Trata de lamerle las heridas, aún con las propias tan a la vista. Los gatos negros también sufren desamor.

Y es que un gato negro, sentado y desenamorado se sabe pequeño y abandonado, si sentado mira que nadie lo mira pensando.

Y más se piensa y más se sufre. Y más se sufre y menos lo piensan. O así lo escucho maullar.

El gato negro se lame las heridas del desamor. Maúlla a las luces citadinas, como si fueran estrellas a las que puede desear.

Ama a su ciudad aunque no lo ame. La sueña propia. Porque un gato negro siempre piensa que su mala suerte sólo es una cuestión de disfraz.

Amar a una ciudad, piensa el gato, es andar su ciudad. Abrazarla en cada paso, a cuatro patas y con un maullido sin compás.

Así nomás, por puro impulso, salta a la calle sin dudar. Quiere abrazarle cada esquina, amarle cada bache. Un gato negro también sabe soñar.

Estira las patitas y echa a correr. Un gato negro en medio de la noche es una sombra que acaricia las veredas mientras las luces le brillan en la piel.

No sueñes que no fue un sueño. Todos somos gatos negros de ciudad.

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