martes, 21 de febrero de 2012

Pasión frutal


Los sábados por la mañana siempre coincidían en la feria del agricultor. Ella compraba un poco de todo, pero seleccionaba algunos vegetales con especial atención; él compraba menos, pero era obvio que las sandías eran su fruta preferida, llevaba varias a la vez.

Regresaban a las diez a la misma vivienda donde ambos alquilaban. Vivían al fondo de la residencia en dos pequeños apartamentos gemelos que compartían una pared y un cuarto de baño que tenía dos puertas, una para cada apartamento respectivamente. Cuando ella usaba el servicio sanitario o el baño debía poner pasador por dentro de una de las puertas en común, que por ese lado tenía salida (o entrada) a la habitación de él; cuando lo desocupaba, esa puerta debía quedar sin seguro por dentro del baño para la disponibilidad del vecino, en este caso, la puerta que se aseguraba era la que daba a su habitación, desde adentro de la misma. Lo mismo hacía él cada vez que entraba o salía del baño.

Cada uno se preguntaba por la soledad del otro.

Él, profesor de literatura; ella, enfermera en un hospital del estado.
A veces se encontraban en el pasillo de camino a sus apartamentos, apenas se saludaban, la timidez los envolvía. Él, como siempre, con su maletín negro, envejecido y despintado, colgando de la mano; ella, como siempre, con su uniforme blanco, con medias y zapatillas blancas. Todos los días, cada mañana era la misma rutina.

Pero quiso la casualidad que un día ella descubriera un agujero en la pared del baño que compartían, desde ahí se podía mirar hacía la habitación de ella, y desde esta habitación, hacia adentro del baño. Una clásica situación voyeur.

Así se informó de la soledad sideral de ese hombre de letras, que se conformaba con hacerle el sexo a las sandías carnosas y jugosas. Lo había visto colocarse adecuadamente la fruta redonda a la altura de su pene y penetrarla por algún agujero previamente hecho, luego danzar y embestir con un ritmo que pocos hombres tenían, mientras él cerraba los ojos y se sostenía del aro colocado en la pared para sentir como el jugo de la fruta le recorría los muslos bañando antes sus genitales, como si de una vagina fresa y perfectamente humectada se tratara.

Después lo miraba venirse con un rostro transformado, que terminaba en una convulsión en el cuerpo del hombre. La enfermera recordaba, entonces, la epilepsia de algunos de sus pacientes en el hospital mientras colaba tres dedos por debajo de su calzón para sentir como la temperatura de su cuerpo había subido un par de grados a pesar de la humedad en su interior.

Lo que ella no sabía, es que el profesor también había descubierto el mismo canal para espiarla a ella unos cuantos días antes. Para ella todo era más cómodo, le parecía a él, bastaba sacar los vegetales de la refrigeradora (pepinos, zanahorias, bananos, plátanos y demás verduras fálicas) hacerles una buena limpieza e iniciar el recorrido por sus zonas más erógenas, que humedecidas se preparaban para recibir las entradas suaves o fuertes, lentas o rápidas del vegetal escogido. Él añoraba ser vegetal ante el espectáculo.

Ella, mientras tanto, con una de sus manos acariciaba sus pezones completamente tiesos, su clítoris que se asomaba en la cumbre de sus labios vaginales, todo su cuerpo completo que en el momento preciso explotaba sin vacilación.
Luego de mirarla volver a su respiración normal, se marchaba a su habitación llena de imágenes.

Él se propuso, desde entonces, competir con los vegetales y planifico invitarla a pasear, tal vez ir al cine, luego a cenar y, si ella quería, pasar después a conversar y tomarse un café en su habitación.

Ella se propuso desde entonces competir con las frutas de él y planificó visitarlo en su habitación, tal vez con la excusa de solicitarle un poco de azúcar para el café, que olvidó comprar ayer, o dejar la puerta del baño abierta como por casualidad y verle asomarse por ella y decirle “pase adelante, no tenga pena, lo invito a tomar un café”.

Nunca se supo quién tomó la iniciativa, pero ahora comparten la misma cama en una sola habitación. Como cada sábado, parten los dos, juntos, a la feria del agricultor. Cada uno se vuelve un poco celoso al mirar a sus rivales, las frutas o vegetales, pero ninguno revela el secreto arrancado a la pared de la alcoba del otro.



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